
1982. Elliott escapa en su bicicleta con ET medio oculto en la canasta. El extraterrestre le hace volar junto a sus amigos, y la silueta del niño pedaleando se recorta contra la luna.
2008. Wall-e y Eva bailan ingrávidos alrededor de la nave espacial.
Me resulta absolutamente imposible escribir nada mínimamente crítico acerca de Wall-e. Ayer no vi una pel·lícula de cine. Ayer sentí una pel·lícula de cine.
La última producción de Pixar consigue lo que solo consiguen los grandes: emocionar. Va directa al corazón, rompiendo cualquier barrera analítica construida con los años. Wall-e se disfruta (dis-fru-ta) con la boca abierta y la piel de gallina, con high-lights cada tres o cuatro minutos, con carcajadas, con sonrisas, con complicidad, con guiños... Wall-e te convierte en niño.
¿Dónde reside el secreto de Wall-e?
Puede que el secreto no sea solo un factor, sino la suma de muchos.

Wall-e son dos películas diferentes que se ensamblan como un mecanismo impecable. Una primera parte apocalíptica de cuarenta y cinco minutos aproximadamente, muda, sin diálogos; y una segunda de acción desenfrenada enmarcada en la más pura ciencia-ficción.
El atrevimiento de ese inicio protagonizado por un robot pequeño que recolecta tesoros de entre la basura y vive junto a una cucaracha tiene su recompensa. Se trata de una auténtica obra de ARTE, la perfección cinematográfica. Se le emparenta con Buster Keaton y Charles Chaplin, y no sin razón. La llegada de un robot (Eva) del que se enamora (¡!) da paso a una de las historias románticas más bonitas que he visto en la pantalla en años. El proceso está explicado con tanta sencillez, pero a la vez es tan franco y real, que nos identificamos con un pedazo de chatarra que suspira por una chica que le ignora. Wall-e desprende empatía y ternura, y es capaz de mostrar todas las emociones posibles con solo el movimiento de dos ojos. Atención al uso de la banda sonora, con canciones de Louis Amstrong o Michael Crawford, que encajan de tal manera que nos hacen sentir dentro de la película. Esos cuarenta y cinco minutos son un regalo para cualquier espectador, repletos de slapstick y romanticismo a partes iguales, con decenas de momentos inborrables. (*)Desde el devastador inicio con una Tierra terminal, pasando por la relación entre el robot y su cucaracha, la forma de dormir meciéndose en una estantería, la llegada de Eva, las luces de colores, las tormentas de arena, el musical revisionado en un VHS, los cuidados de Wall-e cuando Eva se pone en stand-by para esperar el regreso de la nave(*)...
El cambio se produce luego (no desvelaré mucho más, es mejor saber lo menos posible), con la incorporación de una trama más compleja, con multitud de personajes, con un ritmo trepidante y los típicos secundarios Pixar que aquí, como siempre, se salen (*)mi favorito, el boxeador tarado(*). Es la parte del mensaje de advertencia a los humanos, de la alerta de lo que le estamos haciendo a nuestro planeta y a nosotros mismos. Pero no chirría, sino al contrario. Está integrado en el devenir argumental, junto al montón de referencias cinéfilas que van de La Fuga de Logan a 2001, una odisea del espacio, y que convierten el film en un auténtico festival de magia y un deleite para cualquiera amante del cine y la ciencia ficción. (*)Atención al momento extintor, de una plasticidad conmovedora, con Wall-e y Eva bailando alrededor de la nave mientras el capitán empieza a despertar(*).
Wall-e habla, como lo hacen todas las grandes películas, del alma humana. Y como Roy Batty nos mostró dejando vivir a Deckard, nos enseña el verdadero significado de nuestra existencia.
No me tireis de la lengua. Lo explicaría todo y no quiero destriparos nada. Debeis verla. Wall-e es una experiencia fascinante e hipnótica, uno de esos extraños casos de inyección de emociones directas en vena. Y quedaros a los títulos de crédito. No porque salga nada después de ellos, sino por los títulos en sí, otra pieza absolutamente maravillosa que es un homenaje a la pintura a lo largo de la historia. Porque no me canso de repetir-lo: Wall-e es puro ARTE, con mayúsculas.

Hoy son incapaz de quitarme a Wall-e de la cabeza. La vi anoche y aún se me ponen los pelos de punta al volver a ver el trailer o recordar muchas de las escenas. Se pasará, claro. Pero durante hora y media volví a ser un niño viendo a Elliott volar.
2008. Wall-e y Eva bailan ingrávidos alrededor de la nave espacial.
Me resulta absolutamente imposible escribir nada mínimamente crítico acerca de Wall-e. Ayer no vi una pel·lícula de cine. Ayer sentí una pel·lícula de cine.
La última producción de Pixar consigue lo que solo consiguen los grandes: emocionar. Va directa al corazón, rompiendo cualquier barrera analítica construida con los años. Wall-e se disfruta (dis-fru-ta) con la boca abierta y la piel de gallina, con high-lights cada tres o cuatro minutos, con carcajadas, con sonrisas, con complicidad, con guiños... Wall-e te convierte en niño.
¿Dónde reside el secreto de Wall-e?
Puede que el secreto no sea solo un factor, sino la suma de muchos.

Wall-e son dos películas diferentes que se ensamblan como un mecanismo impecable. Una primera parte apocalíptica de cuarenta y cinco minutos aproximadamente, muda, sin diálogos; y una segunda de acción desenfrenada enmarcada en la más pura ciencia-ficción.
El atrevimiento de ese inicio protagonizado por un robot pequeño que recolecta tesoros de entre la basura y vive junto a una cucaracha tiene su recompensa. Se trata de una auténtica obra de ARTE, la perfección cinematográfica. Se le emparenta con Buster Keaton y Charles Chaplin, y no sin razón. La llegada de un robot (Eva) del que se enamora (¡!) da paso a una de las historias románticas más bonitas que he visto en la pantalla en años. El proceso está explicado con tanta sencillez, pero a la vez es tan franco y real, que nos identificamos con un pedazo de chatarra que suspira por una chica que le ignora. Wall-e desprende empatía y ternura, y es capaz de mostrar todas las emociones posibles con solo el movimiento de dos ojos. Atención al uso de la banda sonora, con canciones de Louis Amstrong o Michael Crawford, que encajan de tal manera que nos hacen sentir dentro de la película. Esos cuarenta y cinco minutos son un regalo para cualquier espectador, repletos de slapstick y romanticismo a partes iguales, con decenas de momentos inborrables. (*)Desde el devastador inicio con una Tierra terminal, pasando por la relación entre el robot y su cucaracha, la forma de dormir meciéndose en una estantería, la llegada de Eva, las luces de colores, las tormentas de arena, el musical revisionado en un VHS, los cuidados de Wall-e cuando Eva se pone en stand-by para esperar el regreso de la nave(*)...

Wall-e habla, como lo hacen todas las grandes películas, del alma humana. Y como Roy Batty nos mostró dejando vivir a Deckard, nos enseña el verdadero significado de nuestra existencia.
No me tireis de la lengua. Lo explicaría todo y no quiero destriparos nada. Debeis verla. Wall-e es una experiencia fascinante e hipnótica, uno de esos extraños casos de inyección de emociones directas en vena. Y quedaros a los títulos de crédito. No porque salga nada después de ellos, sino por los títulos en sí, otra pieza absolutamente maravillosa que es un homenaje a la pintura a lo largo de la historia. Porque no me canso de repetir-lo: Wall-e es puro ARTE, con mayúsculas.

Hoy son incapaz de quitarme a Wall-e de la cabeza. La vi anoche y aún se me ponen los pelos de punta al volver a ver el trailer o recordar muchas de las escenas. Se pasará, claro. Pero durante hora y media volví a ser un niño viendo a Elliott volar.