Saturday, November 25, 2006

Casino Royale, de Martin Campbell

Eres lo que eres.
M


Veinte películas llevaba la saga Bond, todo un icono pop, de patrones reconocidos, pero con evidentes síntomas de agotamiento.
Todos sabemos qué es un film de Bond: primera escena espectacular, títulos de crédito horterokitsch, un villano que pretende dominar/destruir el mundo, tres o cuatro chicas enseñando palmito y persecuciones, tiros, persecuciones, más tiros, esmóking y gadgets a cual más extravagante. Es como pedir un Big Mac o mear después de comer espárragos: ya sabes qué te vas a encontrar.

El mundo cambia, y Bond se queda atrás. Des de su inicio ha habido intentos de crear otro superagente para quitarle la hegemonía, y así nacieron Derek Flint (Flint, con James Coburn), Xander Cage (XXX, con Vin Diesel), Austin Powers (la trilogía de Austin Powers, con Mike Meyers) o Ethan Hunt (Misión Imposible, con Tom Cruise). No cabe decir que por planteamiento, esta última es la que tiene más visos de sobrevivir, pero que estará expuesta siempre a las comparaciones con 007.

Son los demás superespías los que deben preocupar al agente al servicio de su majestad, o es él mismo, que caduca poco a poco? En ese sentido, el film número 20 de la saga supuso un punto y seguido, pero también una advertencia. Ya que no se pudo reunir a todos los actores que se pusieron en la piel de Bond, se optó por homenajear a la serie en si. La película de Tamahori aportaba ciertas ideas visuales desconocidas en la saga, e incluso se atrevía a presentar un Bond sucio, barbudo, herido y torturado en los primeros minutos. Todo el resto era grandilocuente: el palacio de hielo, John Cleese como Q y su coche transparente, o Halle Berry como Jinx, una chica Bond tan dura como él. Pierce Brosnan, que había interpretado un agente algo blando y políticamente correcto, pidió más pasta y Barbara Broccoli se lo ventiló. Tenía planeado hacer un giro. Renovarse o morir.

El baile de nombres fue continuo. Incluso se rumoreó un 007 de joven (¡Richard Grieco otra vez no!). Jude Law y Clive Owen ganaron posiciones. Y apareció Daniel Craig.

No tengo que explicar mucho todos los problemas y obstáculos que se le han puesto al bueno de Craig en la producción de la película. Que si era rubio, que si no era guapo, que si tiene pinta de bruto, que si pierde los dientes en el rodaje, que si la abuela fuma y otras lindezas. James Bond, el original, el de Sean Connery, ha sido para mi un tipo bruto en esmóking, un asesino con una sonrisa, un hijoputa encantador. Ni Lazenby (carapalo) ni Moore (demasiado autoparódico) ni Dalton (demasiado realista) no me convencían. Tenía el presentimiento, y más después de verlo actuar en Munich, que Daniel Craig sería un gran Bond.

Y lo es.


Casino Royale, la primera novela de Ian Fleming sobre el agente secreto más conocido del mundo, había sido adaptada en una ocasión en un infumable producto alucinógeno donde participaron, entre otros, Peter Sellers, Orson Welles, David Niven, Ursula Andress y Woody Allen. En ella se presenta a Bond, y se dan las claves para entenderlo. Si había algun modo de reciclarlo, era con la pieza original, la que lo vio nacer.
Casino Royale es a James Bond lo que Batman Begins fue para el Hombre Murciélago. Un descenso al hombre tras la coraza, la primera incursión en la motivación y la forja del carácter de 007. No es más realista, pero sí más austera. Y no por eso menos efectiva, sino todo lo contrario.

El film se estructura como una larga presentación en tres actos, que va creciendo a medida que avanza el metraje. Espía tosco al principio, impostor de esmóquing en la mitad y agente 007 al final, la evolución es constante. Todo acompaña este nacimiento: desde la actuación de Craig (impecable) a la orquestración (atentos a la escasa inclusión del tema de John Barry, que llega cuando tiene que llegar, como pasó con la marcha imperial en el Episodio III de Star Wars), a la dirección de Martin Campbell.

Sorprende que el rupestre director de la mediocre Golden Eye haya labrado un trabajo tan sutil y físico a la vez. El prólogo, en blanco y negro, ya nos advierte que estamos ante un film diferente al resto. La primera persecución, que no llega hasta después de los créditos (fantásticos, sin la ya ridícula natación de siluetas femeninas) es muy sólida: produce vértigo. Estamos ante un film de espionaje tosco, desnudo de todo glamour, despojado de las características de la saga. Bond suda al correr y se golpea al caer, pero tiene los recursos. Es un diamante en bruto. Estamos más cerca del ciclo Bourne que de las florituras de los Broccoli.
Así vemos a Craig dotarle de una personalidad muy callejera, con un humor muy negro. Ejerce más de detective privado, indagando, siguiendo rastros, discutiendo con M y usando a las mujeres como un medio para llegar al objetivo. Se podrá decir que la parte del aeropuerto es puro relleno, adrenalina que, de ser recortada en la sala de montaje, no hubieramos notado su ausencia. Sin embargo es una aportación más a la deconstrucción bondiana: él es un agente de campo que se enfrenta a trabajo de campo, como atentados terroristas hechos por terroristas comunes. La paranoia post 11-s por fin ha llegado a su mundo de villanos de mentira.

El segundo capítulo es el más arriesgado de todo el film: la parte del casino. Bond está fuera de lugar, en un sitio que no le corresponde por clase, aunque tenga que simularlo. Es el personaje de Versper Lynd (Eva Green) el encargado de hacerle de Pigmalión. Saca tu ego de la ecuación, como dice M, en una frase del soberbio guión de Paul Haggis. Aquí Bond es un impostor, y como tal comete más errores que de costumbre. Martin Campbell acierta de lleno al narrar la partida de póker de forma no lineal. ¡Que el núcleo de un film de Bond le mantenga sentado cara a cara con su enemigo es insólito! Martin rompe la continuidad temporal, y fragmenta las escenas, dosifica la acción y pela los sentimientos del agente 007 como una manzana. El elenco muestra sus cartas, y se nos aparece la que quizá es la película de la saga más dialogada.
James Bond y Vesper Lynd son demasiado parecidos y demasiado diferentes, o al menos eso se desprende de sus diálogos, chispeantes algunos, tristes otros. Eva Green aporta una nota de melancolía al personaje muy profunda, con un rostro bellísimo y una silueta esbelta, que ilumina toda las escenas donde sale. Y si bien tiene unos pechos enormes, condición sine quanon para ser chica Bond, no acaba de parecerlo del todo. Como los demás elementos del film, hay una nota discordante con la tradición. Giancarlo Gianini hace de él mismo, aunque yo pensaba que Hannibal Lecter lo había matado en Florencia. Y Mads Mikkelsen es el Malvado James Blunt con unos kilos de más, aunque en la película se resistan a llamarle Le Chiffre. Como villano, pálido, de ojos macedonios y con tendencia a llorar sangre, ya entra dentro de los parámetros de la saga. Si bien en mi opinión está algo desaprovechado, porque no deja de ser un maloso menor. Con él, Bond se encuentra con la primera paradoja: tiene el doble cero, pero no puede matarle. Lo que no quita que mate, y mucho. Pero le cuesta, no es el pim pam pum de matar como el que pica el billete del autobús. Matar a un hombre es un trabajo duro y costoso, y te destroza los nudillos: la imagen de JB levantándose resoplando con el esmóking manchado completamente de sangre es soberbia. Como también lo es la escena de la tortura, de la que no diré nada más que JB demuestra que el sentido del humor británico no está reñido con la chulería. Prácticamente no hay persecución de coches, por cierto.



Tercer y último acto, sin islas tropicales ni cuevas dentro de volcanes, solo Venecia y una historia de amor. Curiosamente, la parte más deudora de Lazenby, se convierte en la eclosión del verdadero Bond. Todas las piezas dispersas a lo largo del film, todas las notas discordantes, se han ido encajando para formar una melodía, de sobras conocida. Solo la tragedia es capza de interpretar esta partitura. Solo el dolor es capaz de crear un asesino como Bond. Daniel Craig hace crecer a su personaje, le da un aire que es la suma de todos los anteriores. Tiene el sentido del humor de Moore, el amor roto de Lazenby, la dureza implacable de Dalton, el saber estar de Brosnan, y la hijoputería de Connery.
El último plano, absolutamente catártico, es puro Connery. O, quizá mejor, puro Bond... James Bond.

Monday, November 06, 2006

Infiltrados, de Martin Scorsese

Freud dijo que los única gente inmune al psicoanálisis eran los irlandeses.
Colin Sullivan




Me propongo como única regla antes de hablar de una película no haber leído nada sobre ella. Para eso suelo escribir al poco del salir del cine, con la ilusión (o la decepción) intacta, y los recuerdos frescos en la yema de los dedos.

Hace una semana que vi Infiltrados, y he leído de todo y tengo mil opiniones en mi cabeza. Como vendría a decir Scorsese, las reglas son para enviarlas a la mierda.


Ahora es cuando viene la típica cháchara introductoria que todo el mundo debería saltarse. Leedla si os apetece o teneis tiempo o sois mi madre. Si quereis leer la crítica de la película, pasad al párrafo rojo.


Estamos de acuerdo que Martin es bueno. Y que tiene un puñado de peliculones a sus espaldas. Incluso estamos de acuerdo que tiene más de un clásico. Pero comparte con su amigo Spielberg (y el resto de la humanidad) la manía las ansias del reconocimiento popular. ¿Eso es malo? No necesariamente, pero uno no debe abandonar nunca sus señas de identidad para llegar a tal fin. Y Martin (como el Spielberg de los noventa) lo ha hecho con demasiada frecuencia.


Quizá es porque sus buenos films nunca le han dado lo que busca, y ha intentado dar lo que cree que se espera de él, que la carrera de Martin se puede tachar en los últimos años de irregular. El viejo tópico de a más dinero, peor film, se cumple casi a rajatabla. No del todo, porque es un buen director, y siempre deja un poso, pero resulta evidente que el penúltimo intento de realizar la Gran Película Americana fue el Gran Fiasco Soporífero llamado Gangs of New York. Ese intento de mezclar su tema predilecto (el camorreo, el barrio y el diálogo de los puños) con una supuesta disertación histórica sobre los orígenes de USA, devenía en un tedio insufrible de espantosa duración, al que le saltaban las costuras por todos lados y que tenía momentos de auténtico rubor ajeno. Ni siquiera Daniel Day Lewis, al que podría haber sustituido un muñeco de guiñol, quedaba digno entre el niñato DiCaprio (al parecer no se ahogó con el Titanic) o Cameron Noséquédiablospintoaquí Díaz. No he visto El aviador (ganas no me faltan), pero intuyo por dónde van los tiros, en su carrera por tener el óscar cuanto antes (eso es lo que cualquier crítico que se precie debe hacer: rajar por intuición, como un servidor, y quedarse tan ancho).

Lo que da rabia es cuando uno empieza a escuchar ha vuelto Scorsese ha vuelto Scorsese en los primeros pases del film por diversos festivales del mundo. ¿Qué Scorsese ha vuelto? ¿Puede el remake de una película de Hong Kong (que no he visto) ser el gran regreso del tito Martin?

Infiltrados es un magnífico juego de espejos, tanto delante como detrás de la cámara.

No engaña a nadie Scorsese tiene un alumno aventajado, como es Quentin Tarantino. QT ha bebido de diferentes fuentes, sí, pero la fuerza de sus personajes criminales procede del director de Taxi Driver. QT ha originado una nueva corriente, basada en diálogos poderosos e impacto visual de la violencia, donde emmarcamos directores correctos (el Guy Ritchie de la simpática Snatch, o el Paul McGuigan de la reivindicable El caso Slevin), o una mayoría de mediocres réplicas que se quedan en los putajodermecagoentusmuertos y en los disparos contorsionando la muñeca. Martin se quita la espina que hacía tiempo que llevaba clavada y recupera la mordacidad en el guión, acercándolo a la estela de Quentin. Como los buenos jedis, maestro y padawan aprenden el uno del otro.

Quién iba a decir que William Monahan, escritor de la fallida El Reino de los Cielos, tendría el pulso necesario para explicar una historia tan scorsesiana como el mundo del hampa y la policía en la ciudad, el honor, la familia, la lealtad y la identidad. Y quién iba a decir que se llevaría el gato al agua con algunas de las lineas más rápidas de los últimos años. Los protagonistas hablan como posesos, hablan de todo, hablan para comunicarse y hablan para herirse. Y lo hacen a una velocidad endiablada.

Tenemos una historia tan Tarantiniana que Scorsese se siente cómodo en ella. Tenemos los diálogos. Tenemos el conflicto. Scorsese tiene el talento para mezclarlo en su coctelera y servirlo al espectador.

A estas alturas no desvelaremos el argumento de la película, por dos razones. Una es que si estais leyendo esta crítica (y habeis llegado hasta aquí) es que la habeis visto o ya sabeis de qué va. La segunda es que no soporto las críticas que solo explican la sinopsis. Por encima, un niño criado por un mafioso y un chaval criado en una familia de mala muerte ingresan en la policía de Boston. El primero ascenderá rápido y servirá al mafioso para informarle de todos los progresos de la investigación en su contra. El segundo será infiltrado en la banda para inculpar al capo. Ambos no se conocen, pero tienen más en común de lo que parece a simple vista.

Como decía antes, Infiltrados es un juego de espejos.

Sullivan, el personaje de Damon (que ya no parece el actor porno gay de sus orígenes) es un tipo listo, elegante, con recursos y carisma, que no dudará en pisar a quien sea para llegar a lo más alto. Es un infiltrado que simula ser quien no es desde pequeño, lo que no le trae ningún remordimiento.

En el cristal del espejo está el capo interpretado por Jack Nicholson, Costello, un hombre malo, maquiavélico, capaz de regar una planta durante años para sacar sus frutos al final, como hace con Sullivan. Pero también de confiar en un recién llegado como Costigan.

Costigan es el personaje de Leonardo DiCaprio. Un pobre chico que se ve empujado al fango de donde salió por su propio esfuerzo, para atrapar a Costello. No le resulta sencillo, y verá como su vida y su identidad penden de un hilo.

La cara de uno es el reverso del otro. Scorsese nos lo muestra en un montaje espléndido, donde casi cada escena de Sullivan tiene su contrapeso en una de Costigan, dejando la balanza en un equilibrio casi perfecto. Como con los vasos comunicantes, cuando a uno le va bien, al otro le va mal, cuando uno sube el otro baja, cuando tú vas, yo vuelvo de allí. El cielo y el infierno en fila de uno. Incluso cabe el detalle que el apellido Costigan (DiCaprio) es una suma de Costello y Sullivan.

Por ese mismo camino nos viene el principal fallo del film: ella. Madolyn (Vera Farmiga), la rubia amante de los dos policías, falla en todos los sentidos. Su personaje, una especie de Cameron Díaz en Gangs of New York, sobra. No tiene sentido que sea bisagra, porque ya está ahí Nicholson. Sus escenas no tienen suficiente fuerza dramática ni sus reacciones son coherentes. De las dos horas y media de película, si se hubiera amputado las partes de su personaje (no físicamente, pobrecilla, en la sala de montaje), quedaría en dos horas perfectas, sin fisuras.

Y vamos a lo que vamos.

Martin sabe lo que se hace, y en este film se luce. Desde el inicio sabemos que no ha perdido el olfato musical (volvemos a la retroalimentación Tarantino), con ese ya clásico en su filmografía Gimme Shelter de los Stones. Usa las canciones para componer paisajes, definir personajes, ambientar escenas o crear emociones: las inicia o corta a voluntad, las inmiscuye como un personaje más, conforman el ritmo del film. Un ritmo violento, asincopado, formado por los flashbacks del inicio, que nos meten en la historia, o punteado con las bruscas irrupciones de pantallazos explicativos (pero no sobrantes). Scorsese nos menea de aquí para allá, nos abre puertas, nos salpica con la sangre. No sabes por dónde avanzará la historia (si no has visto el original Internal Affairs, como yo), ni qué giros tomará. Puedes preveer algunas situaciones, sobretodo cuando determinados personajes cruciales desaparecen durante parte del metraje (y sabes que volverán para finiquitar algunas tramas). La violencia es el motor esencial del film, junto la familia (en su acepción más amplia), las reglas del juego y el honor. Todo eso une a los personajes como una especie de cola de impacto, y hace que cualquier vibración o fisura en una parte se resienta en todos y cada uno de ellos.

Por fortuna, los actores han crecido. Han pasado los años en que DiCaprio solo era un niñato portada del Superpop. La joven promesa del cine independiente que aparecía en A quién ama Gilbert Grape o Diario de un Rebelde. El chico con cara de niño que se ahogaba en el hundimiento del Titanic. El “ojo que yo tambien puedo ser Johny Depp” de la madurez cinematográfica. Sus facciones se han endurecido y, como ya hizo Brad Pitt en su momento, no necesita ir de guapo para resultar atractrivo, su rostro ha ganado en expresividad y dureza. Su actuación, física y primaria, aprendida tanto del DeNiro de los buenos tiempos como del Joe Pesci de siempre, es impecable. De hecho, Pesci es el reflejo en el que se inspira el personaje de Costigan para introducirse en la banda de Costello, con esos accesos de violencia explosiva como el del bar donde conoce al francés. Gran interpretación como asesino hijoputa pero de fiar de Ray Winstone, por otra parte. Damon ofrece solvencia, una vez se ha librado de la sombra de Ben Affleck. Los dos actores se parecen físicamente, lo que es aprovechado por Scorsese para remarcar el carácter de espejo del film, perfectamente resumido en la magistral escena de persecución tras la salida del cine. Los dos actores vestidos igual, parecidos, uno tras otro, otro tras uno, en un juego de luces sombras digno de El Tercer Hombre.

No tan bueno me parece Nicholson, recluido en sus histrionismos, que aprovecha cualquier ocasión para sacar a relucir. Si la parte de la imitación de la rata, a mi parecer absolutamente fuera de lugar y del personaje, la hubiera hecho Jim Carrey, el primer fin de semana habría sido ingresado en una clínica con politraumatismos craneoencefálicos. La megalomanía de su personaje (que por lo visto fue acentuada en el guión por el mismo actor), vista en las escenas orgiásticas y de ópera, flaquea algo en un personaje exagerado, demasiado exagerado, para un plantel tan contenido.

Martin Sheen (doblado penosamente por el abuelo de Médico de familia) forma un tándem magnífico con Mark Walhberg: el cerebral y el impusilvo (espejos, espejos, espejos), capaces de hablar con Costello mientras le tienden una trampa, o de sacrificarse por Costigan, al que saben que han dejado a merced del hampa. El personaje de Alec Baldwin, un jefe que se cree que lo sabe todo y que va de lumbrera por la vida, cuando en realidad todo el mundo se la da con queso, aporta un toque de distensión al conjunto. Memorable la escena en la que abronca al que ha colocado las cámaras en una reunión de Costello.

Scorsese nos ofrece con Infiltrados momentos de auténtico cine. Escenas como la del cónclave de Costello con los chinos, que van a apareciendo poco a poco tras columnatas, o como el diálogo entre dos delincuentes de poca monta sobre quién es policía y quién no, cuando sale Costigan y le dicen: tú eres policía. Escenas como el flashback de la cárcel, donde DiCaprio hace de DeNiro en El cabo del miedo (otro gran remake de Scorsese), los asesinatos del francés, la ejecución en el aeropuerto, la tortura al brazo roto de Costigan, la rellamada al movil del infiltrado, el perro evitando a Sullivan, o ese penúltimo tramo a la salida del ascensor. Todo, con canciones irlandesas enmarcando la historia, en un Scorsese de los grandes.

No podemos decir que Scorsese ha vuelto. En todo caso, Scorsese ha aprendido que debe ser él mismo. A ser leal a su carácter y su talento. Y si para eso debe ser el reflejo de los que se han reflejado en él, bienvenido sea.