Thursday, November 27, 2008

Quantum of Solace, de Marc Forster



Una de las virtudes del actual Barça es su fluidez en el juego. Todo el equipo la toca y la toca y el balón avanza endiabladamente hacia la portería, donde Messi o Etoo no tienen piedad. Así era Casino Royale: un partido exquisito con una partida de póker como gran rondo central.

Quantum of solace sale al campo y empata contra un equipo pequeño. ¿Las razones? El juego se ve interrumpido contínuamente por las faltas de un director que se ve incapaz.

Gracias a Dios, parece que ésta va a ser la primera y última incursión de Marc Forster en la saga Bond. Y es que no se puede dar las riendas de un film de estas características (fuertemente controlado por los productores) a un director modernillo que se las da de autor. Martin Campbell demostró con la rompedora Casino Royale ser un artesano disciplinado y muy competente, que dirigió el resurgir de la saga de la forma que esta necesitaba. Marc Forster se pierde en cierto delirio de autoría y denúnica social (esas imágenes de los sedientos indígenas bolivianos) y renuncia a la evolución que se apuntaba en el primer capítulo de esta supuesta trilogía.



No es que Forster renuncie a los estereotipos Bond (que renuncia), sino que abandona la línea progresiva de su predecesora (la que apuntaba que tarde o temprano llegarían los malvados megalómanos, los esmóquins bajo el traje de buceo, los artilugios de Q, en un contexto más o menos realista) para entregar una ramplona cinta de acción sin emoción, un sucedáneo de Bourne confeccionado como un contínuo coitus interruptus.

En el apartado positivo, tenemos esa primera persecución en coche por Italia (fantástica), la aparición de un transmisor marca Q, la escena de combate aéreo, Judi Dench como M, y la aparición de ese misterioso grupo secreto llamado Quantum (una suerte de neo-Spectra).



Pero Forster y el guión de (entre otros) Haggis despojan este capítulo de cualquier atisbo de sentido del humor (y no en el sentido rogermooriano del término, sino el más sibilino y cruel de la primera entrega) y glamour (Bond es un matón sin matices). Hacen de la película una sucesión estúpida de escenas de acción que nunca llegan al clímax, y que siempre se ven interrumpidas de forma abrupta (después de la adrenalina del salto sin paracaídas sale un ministro firmando papeles, en uno de los cortes de rollo más brutos de la cinta, lo que aburre hasta las ovejas. Es de vergüenza ajena lo mal montada que está la escena paralela de la ópera y los tiroteos, que habrá hecho sacar humo al teléfono de Coppola. Estas son las faltas de equipo pequeño, que no dejan jugar a futbol con fluidez.

Que el guión sea inverosímil ya forma parte de la saga, pero aquí se da una vuelta de tuerca en comportamientos imposibles. Así, la chica Bond reaparece tras intentar ser asesinada con el tipo que ha ordenado su muerte, como si nada pasara. Y Mathieu Amalric (insuficiente villano) tiene un plan tan idiota como cualquiera de los del doctor Maligno.

Luego hay cosas que no se entienden, como lo que le pasa a Mathis (lo del abrazo, lo del alias, todo, vamos, que no se entiende), lo mala que es la canción del principio (y los títulos de crédito, pedorrosamente infumables), la quemadura de la espalda de la chica Bond (eso, que no tenga tetas y que su moreno sea misteriosamente quiqueguaschiano) o el final apático y (como dijo un amigo) muy al imperio contraataca pero en soso.

Además, ¿por qué no hay sexo?

Un consejo para los productores de la saga. El agente secreto que salta de balcón en balcón es Bourne. Y como mucho el muñecajo del Prince of Persia. Bond tiene más categoría que eso. Puede perseguir a alguien sin despeinarse. Y si se despeina, soltará un comentario con su habitual flema británica. Se pueden filmar las escenas de acción de muchas maneras, y no siempre tiene que ser con planos cerrados a lo Nolan. A veces me gusta saber quién dispara a quién, o porque esa lancha sale volando cuando se le echa un ancla dentro.

Ahora dicen que Forster (que firmó Tránsito, quizá la película con mayor error de punto de vista de la historia de cine) rodará World War Z. Cachis.

Solo espero que el siguiente director que se haga cargo del tercer episodio de la trilogía 007 sea consciente que la gracia de este nuevo proyecto es que contar el origen del espía, que evolucione, que crezca, y que se convierta en el hijodeputa que todos conocemos, pero adaptado a los nuevos tiempos.

Que acabe siendo Bond, James Bond.


Tuesday, November 11, 2008

JCVD, de Mabrouk El Mechri



No siento una simpatía especial por Van Damme. He asistido atónito a al auge de su carrera, de Kickboxer a Time Cop, pasando por Lionheart o la nada desdeñable Soldado Universal, que brilló con cierto éxito en un corto período de cinco años (del 89 al 94).

Quien más quien menos recuerda ese Van Damme. Una época de videoclubes en la que las pelis de mamporros seguían siendo las reinas del alquiler, y Van Damme se abría de piernas como solo Jeena Jameson sabía hacer por aquel entonces. Recuerdo que, incluso, alguna chica se excusaba cuando era pillada dentro de una sala viendo Double Impact diciendo que el belga tenía un buen culo.

Cuando el luchador cayó en desgracia (y, con él, todo un género), dio el paso a guionista, firmando piezas tan naif (y malas) como The Quest, The Order o Legionario.
Hace ya un tiempo que Jean-Claude Van Damme se ha perdido en su propio personaje, repitiendo clichés en películas de bajo presupuesto que ni se estrenan en cine. Y ahí es donde JCVD empieza su juego.

Quizá el referente más directo es la película de Spike Jonze Cómo ser John Malkovich, en la que el actor se interpretaba a si mismo. O la serie Extras, donde algunos actores hacen gala de un sensacional sentido de la autoparodia.

Van Damme as himself: un actor decadente que no encuentra papeles más allá de films de muy bajo presupuesto y que vive aún en el imaginario de la gente como una especie de estrella belga que supuestamente triunfó en Hollywood. Van Damme acosado por los problemas más mundanos: la pérdida de la custodia de su hija, la falta de liquidez o el constante uso de su filmografía en su contra.

Y en este drama irrumpe de golpe una película de atracos. Van Damme, la persona, deberá vivir lo que tantas veces protagonizó como personaje. Aquí está el núcleo de JCVD: hasta qué punto el hombre depende de su pasado, y en este caso de un pasado público, conocido, y juzgado por todo el mundo.

JCVD no es una película redonda, pero aporta algunas reflexiones muy interesantes. La parte inicial se resiente de un exceso de hincapié de lo bajo que ha caído Van Damme. Podría hacerse más breve o más sutil, porque se acentua el drama innecesariamente y alarga una introducción que, al fin y al cabo, somos capaces de intuir. La parte del atraco, rodada fragmentando los puntos de vista (muy a lo Kubrick en Atraco Perfecto) es más interesante, porque pone a Van Damme donde queremos. Y le desnuda de toda épica. No hay patadas ni grandes aspavientos, no hay el heroismo que nos ha vendido en la primera (y magnífica) escena. Es un rehén más o, peor, un rehén famoso, que convierte un simple robo en una oficina de correos en un acontecimiento mediático.




El film juega con las expectativas que el propio Van Damme genera, tanto en la policía como en los atracadores. Los rehenes quedan demasiado desdibujados en favor del trío de delincuentes (aunque nadie se crea que Arthur tiene 32 años, cuando aparenta 52). Van Damme se comporta como un humano más, aunque la gente espere de él que sea un héroe. Y él se sabe perdedor.

JCVD me recordaba, en ciertos momentos, a Rocky Balboa, en la que Stallone da el merecido homenaje a su personaje más entrañable desde la decrepitud. JCVD es un homenaje a Van Damme, pero de una forma cruel, dura, y sin ningún tipo de concesión. El mismo Van Damme habla de su adicción a las drogas (ya superada, por lo visto) en un monólogo desgarrador, en la que es la mejor interpretación de su carrera (también es mala suerte que haga de él mismo). Es una quema de demonios en la prisión dorada de la fama. Hay ciertos guiños irónicos que no deben pasar por alto al espectador, como por ejemplo que el negociador de la policía monte su base de operaciones en un videoclub, o que uno de los atracadores acuse a John Woo de haber olvidado al actor en su consagración en Hollywood.

Van Damme se muestra como un personaje casi Shakespearano, el Hamlet que sabe que debe actuar pero no lo hace por cobardía, y que se plantea hasta qué punto es merecedor de las desgracias que le ocurren. Y en este punto es donde el film gana enteros, más allá de la anécdota del atraco y las conversaciones sobre Steven Seagal.

Y como en Hamlet, las acciones pueden ser tardías y erróneas, y traer trágicas consecuencias.
Vivimos en un mundo sin videoclubes, donde Van Damme se sentía a salvo.