Friday, September 29, 2006

Salvador, de Manuel Huerga

Es imposible ser objetivo con una película como Salvador. Por todo lo que conlleva una historia con una carga histórica tan cercana, por la forma con la que está contada, por el salto que representa que una película así se haya llevado a cabo en una cinematografía tan endeble como la catalana.

Quién más quién menos conoce la historia de Salvador Puig Antich, ya sea porque ha oído hablar de él en casa (entre los que me cuento), ha visto el magnífico documental de TV3 incluido en el programa Dies de transició (entre los que también me cuento) o ha leído algunos de los libros que se le han dedicado (entre los que no me cuento). En ese sentido, es un riesgo abordar el caso tanto por su conocimiento popular, como por el prisma con el que se reflejará en pantalla.

Catalunya no es un país donde podamos presumir de peliculazas. Que Ventura Pons sea su máximo exponente no dice mucho sobre la variedad ni la comercialidad. Que las películas que se produzcan giren alrededor de treintañeros con problemas de identidad en una gran ciudad, no es demasiado halagüeño. No son malas películas. Lo malo es que es lo único que hay.

Así, cuando se anunció el rodaje de un film basado en la vida y ejecución de Salvador Puig Antich… que no sería documental, una brizna de esperanza se abrió paso. ¿Ha llegado el momento de recuperar nuestra historia des de la más pura concepción cinematográfica? ¿Vamos a dejar de llevar a la pantalla una y otra vez los asépticos cuentos de Quim Monzó? ¿Vamos a mojarnos? ¿Vamos a hacerlo bien?

La elección de Daniel Brühl como Salvador era, a priori, acertada. De madre catalana, su parecido físico con el anarquista es notable. El resto del cásting, con Sbaraglia o Tristán Ulloa, prometedor.

¿Qué había que temer? La demagogia. Que la película se convirtiera en un panegírico de Salvador Puig Antich, que politizara demasiado y derrotara por un sentimentalismo barato.

Afortunadamente, Manuel Huerga ha conseguido todo lo contrario.

Salvador es magistral.

La película de Huerga tiene dos partes diferenciadas, que cuentan con dos referentes cinematográficos de primer orden.

La primera, que nos cuenta la carrera de Salvador como militante del MIL, bebe directamente del Munich de Spielberg. Es un film de atracos, ambientado en los setenta, cuando los polis de la secreta parecían polis de la secreta, y los atracadores tenían cierto glamour revolucionario que les hacía creer que era todo un juego. La recreación de la época es excelente. Los coches están cascaos, los pisos son pringosos, los peinados, las gafotas, las barbas pobladas, los bares con olor a café tostado, todo tan alejado de puesta en escena tan limpia de Cuéntame. Huerga no se está por tonterías y, como si fuera Oliver Stone, introduce dibujos animados sobre las imágenes, distorsiona la luz, convierte pasajes en blanco y negro… siempre al servicio de la historia. Pero al revés que en Munich, aquí el protagonista no es el líder. Daniel Brühl no ejerce de Eric Bana. Salvador es un mindundi, un criajo con ganas de liarla, pero que acaba conduciendo el coche en los palos. Es casi un secundario, el último eslabón de un grupo en permanente crisis. La película no profundiza en las ideas del MIL, ni falta que hace. Solo esboza detalles, porque en realidad su historia no es lo importante.

La segunda parte es deudora de Pena de Muerte con Tim Robbins. Al igual que el personaje de Sean Penn, Salvador no es inocente. Es alguien que se dejó llevar y que cometió un error. Al igual que el personaje de Sean Penn, Salvador no tendrá el derecho de rectificar, de corregir, de crecer. La segunda parte es un alegato a favor de la vida y del diálogo, de descubrir que las personas somos lo que somos, no lo que nos quieren vender, y que tenemos derecho a equivocarnos. El personaje de Sbaraglia, como carcelero, es introducido quizá demasiado forzado, con calzador. Se le ve venir a la legua, pero eso al final tampoco le quita emoción. Ese celador es solo una metáfora de la sociedad española: en una época donde la masa no se cuestionaba al líder, donde se vivía en un orden inamovible, la historia de Salvador llegó a conmover conciencias. La injusticia de un régimen que se moría, y que se llevaba consigo a la tumba a quien se pusiera por delante, queda representada en el tipo de Sbaraglia. Su primera aparición (¡en español!), con el uniforme y sin cuestionarse nada. Luego en el bar, que demuestra que sus ideales no son más que los de cualquiera (no se puede ir matando gente por ahí), y que ya le va bien que Franco esté donde esté. Para ir luego conociendo a Salvador (brillante el momento en que murmura “lástima”, junto a un compañero, en su garita), y despojarse del uniforme poco a poco, en esa partida de baloncesto que mantienen en el encierro. Ese es el cambio que Salvador ejerce en el país, representado a pequeña escala por un celador. Este hemisferio de la película, más lúgubre, más tenso, más duro, nos conduce al clímax. Un final como pocos haya visto en una sala de cine.

Es difícil empezar a alabar Salvador por algún lado. Todo en ella me parece redondo. La música de Lluís Llach (un cantante que no soporto) es perfecta. Encaja en la imágenes y realza las escenas, para llegar a esa versión final del “I si canto trist” que pone los pelos de punta a cualquiera.

Las actuaciones son soberbias. Empezando por el esfuerzo que debe haber suspuesto a Tristán Ulloa o Leonor Watling actuar (y bien) en catalán, siguiendo por toda una retahíla de actores a los que estamos acostumbrados a ver en el Ventdelplà o El Cor de la ciutat, y que aquí se mimetizan en sus personajes. Las hermanas de Salvador, con Bea Segura al frente y la sorpresa que representa la pequeña Andrea Ros.

Sin embargo, hay alguien que destaca por encima de todos: Daniel Brühl, que se convierte en Salvador Puig Antich. Esa mirada en el patio de la cárcel, mientras está sentado, con una media sonrisa en la boca. O cuando ve el garrote, frente a frente, y se desmorona por primera vez. Quina putada.

Una vez pasada la impresión tras salir de la sala, el recuerdo se llena de imágenes. Las escenas vuelven una y otra vez, con una fuerza enorme. La primera escena, plasmada desde dos puntos de vista, que sirve de separador para las dos partes. La acción de la primera, que incluye manifestaciones contra los grises (portentoso Joel Joan), con el ataque de estos a caballo, el primer atraco entre ataques de risa (lo que demuestra que era más un juego que un asunto serio), los primeros apuros tras herir a un cajero y salir de un tiroteo con la policía (con un montaje blindado), la detención en la frontera francesa, el disfraz de Salvador para ir a ver a su hermana pequeña (mai no m’atraparan)… El drama de la segunda, con el padre siempre mirando la televisión, sabiendo que la muerte pasó de largo de él para cebarse en su hijo. La lucha del abogado para sacar el caso adelante. La muerte de Carrero Blanco (esa bomba me ha matado a mi) o el tiroteo contra el consulado español en el sur de Francia, símbolo de la impotencia de un grupo que acaba sentado llorando en un puente, porque no sabe hacer nada más.

Pero hay algo que sobresale por encima de todo eso. ¿Cómo se iba a afrontar la ejecución? Es algo que todos sabíamos que iba a ocurrir, pero… ¿Cómo se mostraría? Manuel Huerga ha optado por afrontarlo con valentía, que al fin y al cabo esta película es una condena a la pena de muerte. No se ha andado con elipsis, sino que nos ha mostrado (algunos dirán que recreado, con lo que no estoy de acuerdo) las últimas horas de la vida de Salvador, y la agonía de su muerte.

La media hora final de Salvador es de pura conmoción. No recordaba tanto sufrimiento en un cine como con esta película. Esa noche, con el anarquista (que no es un santo, pero no se merece ese final) manteniendo la esperanza, pasando las horas junto a sus hermanas, preguntándole al carcelero si no tiene sueño. Esa mirada del abogado al girarse, sabiendo que ha mentido al decir que no todo está perdido, ese dolor incontenido del personaje de Sbaraglia, la cobardia de los militares que no pueden mirar a la cara al reo. Y cuando le llevan, en primerísimo plano, delante del garrote, y exclama “quina putada” al verse muerto ahí, en un almacén delante de unas cajas, sin dignidad, venga que esto lo terminaremos rápido. La película logra sobrecoger de tal manera que es imposible no sentir ganas de gritar, aunque en ese momento la voz salga en un hilo. La cámara pivotando alrededor de Salvador mientras muere, de la forma más cruel, y nos hace testigos de la verdadera cara del régimen franquista.

Salvador debería proyectarse en todos los colegios. Un film que empieza con un brío capaz de atrapar al público más joven, le podrá quitar la venda de los ojos en su tramo final. Una venda que el franquismo se encargó de colocar en la mirada de Puig Antich en el momento de su muerte, y que sigue ahí, tantos años, tan bien anudada.

Munich, de Steven Spielberg


A lo que voy, Spielberg es uno de los directores más valientes que hay en el reciente panorama cinematográfico. Lo tiene todo: dinero, fama, reconocimiento, una carrera más que aceptable... con lo cual sería muy pero que muy fácil para él acomodarse. Hacer su películita al año, algunas más buenas, algunas más mediocres, y vivir de las rentas. Al fin y al cabo, hay gente respetabilidísima en este mundo que hace eso.

Pero Spielberg está en el momento más maduro de su carrera. El Spielberg que no hace puro entretenimiento como en sus inicios, sin más, ni el que intenta ser reconocido tocando temas serios (la lista, el color púrpura o amistad). Steve ha estado buscando y ha ido encontrando el equilibrio en su cine, llegando a un término medio, a un cine concebido como espéctaculo pero que no olvida la reflexión sobre el mundo en que vivimos.

Si en Minority Report se usaba el cine negro en clave futurista para hablar del recorte de libertades en USA tras el ataque a las torres gemelas, o en La guerra de los mundos se abordaba el miedo a los ataques en plena sociedad estadounidense desde la fantasía bélico-alienígena, Spielberg se ha quitado el esparadrapo de la boca y ha dado su opinión sobre el gravísimo (y por desgracia muy candente) problema de Oriente Medio.

Porque creo que Munich es un discurso valiente, sincero, y abierto por parte de Spielberg. Porque es una advertencia a TODOS, un grito en medio del caos, pidiendo que cesen las agresiones de todos los bandos. Y es que si alguien tan popular como Spielberg, que viviría muy bien alejado de la polémica, que no necesita mojarse (y menos después de la imagen de santidad hebrea tras la lista de schindler), alguien que, por su condición de icono del cine, aprovecha su proyección para lanzar un mensaje de paz (personal, porque es su opinión, pero es compartida por mucha gente), no puede uno más que quitarse el sombrero. Su valentía, aquí, es incuestionable.

Si, además, Spielberg realiza una película excelente, con una calidad cinematográfica muy por encima de lo que vemos en las salas ahora mismo, miel sobre hojuelas.

Repito mucho su nombre, Spielberg, spielberg, spielberg. Pero es que su personalidad es tan notoria, tan marcada, que no hay duda alguna que esta película le pertenece al 100%. Pero lo bueno es que el tipo sigue aprendiendo, y sigue perfeccionándose. Todos sabemos sus tics, sus defectos y sus virtudes. Pero a medida que Stevie sigue rodando, sigue creciendo, sigue probando nuevas cosas, sigue haciendo más y más ancho su cine. Reconociéndole perfectamente en cada plano del film, ¿alguien se atrevería a decir que Spielberg podría haber rodado este mismo film en el 92, después de La última Cruzada?

A medida que su discurso se vuelve más marcado, su cine se va volviendo más oscuro. Pero ya no es el terror de un tiburón acechando a cuatro turistas. Es la crudeza de la realidad. Spielberg ha ganado en realidad. Desde los tiros (rodados prácticamente todos a bocajarro, sin reparar en sangre), a las escenas de acción (el asalto en Beirut, con los agentes del mossad travestidos, es magistral), pasando por las escenas más íntimas (Avner y su esposa haciendo el amor, ella embarazada, en un plano que el director NUNCA hubiera hecho antes). Es todo REAL, pero con un halo de irrealidad que parece haber heredado de gente como Lynch o los hermanos Coen (esa sensación que algo no va bien, esos pequeños detalles que rompen la monotonía de la vida cotidiana). Por otro lado, quien tenga alguna duda que maneja el suspense como pocos, que levante la mano, porque escenas como la de la explosión abortada por el regreso de la hija del palestino son, sin más, de una perfección abrumadora.

Que la película tambien tiene defectos, sí, aunque menos de los que nos tenía acostumbrados el maestro en sus últimos films. Quiero decir, su exceso de metraje (que lo tiene, demasiado), no se ve esta vez jodido por finales edulcorados metidos con calzador. Es más, creo que el final de Munich es coherente con la película, y el plano final de las torres gemelas, con el cartel sobreimpreso en que se dice que los terroristas murieron en 1979 (con lo que se da a entender que esto no tiene fin, si uno no es tonto o amnésico y tiene presentes los ataques de septiembre de 2001) es harto significativo.

La parte del Papá podría haberse acortado (no sobra, pero en beneficio a la agilidad de la narración, es un tanto lastre).

La elección de actores no puede haber sido mejor. Eric Bana demuestra que un actorazo, de los mejores de su generación, y que se atreve con lo que le echen (incluso con un gorro que le queda fatal) y se sale con la suya. Daniel Craig se acaba de confirmar como nuevo Bond, para mi. Su interpretación, que me ha recordado muchísimo a Steve McQueen, es soberbia. Geoffrey Rush, Mathieu Kassovitz, y los demás, están a la altura.

De John Williams, agradecer que acompañe lo justo al film, y no se haga protagonista con la música. Si os dais cuenta, la mayoría de los asesinatos tienen sonido "real", sin banda sonora, lo que es un gran acierto.

Del director de fotografía, Kaminsky, decir que es tan importante en los últimos años para Spielberg como lo ha sido siempre Williams, y se acopla con él a la perfección. Gran trabajo de ambientación en
la Europa de los setenta, con un aire a película de espías impecable.

Y, sobretodo, escenas, momentos, que se graban en la cabeza. Spielberg es un prodigio en fotografia momentos. La explosión en el hotel y el cacho de brazo colgando del ventilador. Los dos "enemigos" hablando en la escalera, mientras suena Al Green en la radio (tras una discusión silenciosa, física, sobre la música a escuchar, en la que se impone un pacto). La paranoia de Avner en su piso, buscando todo lo que él ha hecho para matar, y escondiéndose en el armario. O la escena favorita de Sinclair: el primer asesinato, con Avner y el juguetista temblando al disparar al palestino, y este cayendo sobre un charco de leche, que se mezcla con la sangre.

Stevie, sigues siendo el puto amo.

Sunday, September 10, 2006

Corrupción en Miami (2006)



Empieza la proyección, y no hay flamencos volando, ni colores chillones, ni náuticas sin calcetines. Afortunadamente, porque a cualquiera que lleve zapatos sin calcetines le deberían amputar los pies por los tobillos y hacerle bailar en un barreño lleno de vinagre.

Corrupción en Miami, la película, es diferente, porque el mundo también lo es.

De hecho, resulta casi inútil realizar comparaciones entre la serie de televisión y la película que se ha estrenado. La primera tenía a Michael Mann como productor ejecutivo, a dos policías más chulos que nadie que conducían los coches más caros y se cepillaban a las chicas más guapas. Vale, eso queda. Michael Mann está ahí, pero con veinte años más de experiencia. Y Sony Crockett y Ricardo Tubbs también, pero no.

Porque desde los ochenta, campo abonado para el kitsch televisivo y los cocodrilos domésticos, Miami Vice no se ha llegado a ir del todo. La MTV se encargó de mantener en vida en los noventa, y los videojuegos de mantener el mito en el nuevo siglo. El Vice City de la Play es el auténtico heredero de los chicos del teniente Castillo.

¿Qué sentido tenía entonces retomar para la gran pantalla la primera serie auténticamente cinematográfica de la pequeña? ¿Y cómo se podía hacer sin caer en el ridículo o en la autoparodia? No están tan lejanos los ejemplos de Los Ángeles de Charlie o Starky y Hutch, series que si bien no tenían la pretenciosidad de Corrupción en Miami, no se merecían tampoco el subproducto de McQ o la payasada (divertida, pero olvidable) de Ben Stiller y Owen Wilson. Solo el nombre de Michael Mann hacía presagiar que no caeríamos en el bochorno de ver a dos mozalbetes luchar contra un capo mafioso con artilugios robados al inspector Gadget, mientras se benefician a la ya crecidita Sophie.

Y la carrera de Michael Mann ha llegado al punto de conseguir rehacer su propio producto y darle un sello diferente, reconocible, pero nuevo. Una evolución lógica en una carrera marcada por la búsqueda de la depuración, de la simplicidad de lo épico, de la naturalidad de lo artificioso, a través de la experimentación. Un salto que se inició con Heat, para limpiar las aristas de un auténtico género negro en Collateral. Ambos films transitaban en la frontera del bien y el mal, en la ambigüedad de las acciones de sus protagonistas, donde la catadura moral de cada cual no se juzga por un código penal, sino por sus acciones. Mann es el marionetista de protagonistas que no son héroes, pero tampoco malvados, aunque siempre hay alguien aún más malo esperando junto a un contenedor de descarga en el puerto. Mann ha apostado fuerte por las cámaras digitales para filmar, lo cual le permite dotar de mayor verismo a las imágenes, y salvaguardar así ciertos elementos de la historia de ser criticados por hiperbólicos.

Porque no jodamos, Michael, que todos sabemos que los policías de Miami, por muy antivicio que sean, ni llevan ferraris a 300 por la autopista, ni saben pilotar aviones, ni disparar cacharros que dejan el armamento pesado de Aliens el regreso en inofensivas pistolas de agua, ni tienen esas casas de catálogo. Guapos, cachas, duros y ricos, los policías de Miami parecen de verdad porque Mann nos lo cuenta como si fuera verdad. Ahí está su gran mérito.

El precedente más directo de la película no es la serie de televisión, aunque sí procede de los ochenta. Corrupción en Miami es una puesta al día de Arma letal, la catedrática buddy movie de Richard Donner. Colin Farrell es más macarra que Don Johnson porque no interpreta a Sony Crocket, sino a Righs. Y Jamie Foxx no es Ricardo Tubbs, porque ni tiene el pelo a lo Zubizarreta acabado de despertar, ni es un simple comparsa del guaperas blanco. Es Murtaugh, con su mujer y su vida estable, en el límite, buscando el riesgo, pero estable al fin y al cabo. El negro y el loco, según el guión de Shane Black. Incluso el tono del film, triste, oscuro, pesimista, es más parecido a la peli de Gibson y Glover, que a la chiclosa luminosidad de Miami.

Michael Mann distancia la película de su semilla, para llevarla al terreno que ha ido abonando en los últimos años. Convierte Corrupción en Miami en un western polvoriento rodado como un capítulo de Cops. Y lo hace a la perfección. Dota al metraje de un ritmo pausado pero ininterrumpido, bien dosificado, con escasísimas escenas de acción pero magistrales todas y cada una de ellas. Da realismo a una fantasía que no lo tiene. Los tiros no suenan igual en esta película que en cualquier otra de acción. Los atronadores disparos de las scharwszymovies se convierten en golpes secos, las detonaciones producen efectos según el arma, y nos encontramos con un abanico de heridas de lo más variopinto. Vemos brazos arrancados de cuajo con la mayor crueldad, piernas agujereadas, cabezas perforadas y torsos que podrían servir de canastas en un partido de baloncesto. Todo filmado con frialdad, sin implicarse emotivamente, en un estilo pseudocumental, que no nos hará identificarnos con sus personajes, pero sí nos impulsará a esquivar las balas desde la butaca.

Dos vaqueros que se infiltran en una red de narcotráfico para desmantelar las mafias que se lucran y campan a sus anchas por Miami (la frontera), para enamorarse el llanero solitario de quien no debe, y luchar contra el capo que domina el percal. Los caballos son los de Ferrari, el saloon son las discotecas de moda controladas por rencorosos delincuentes, dispuestos a echarles el guante por celos, siempre celos. Las puestas de sol tras las lanchas, el ensordecedor ruido de las cataratas donde se refugia el malvado Arcángel de Jesús, las tormentas siempre de fondo, como vaticinando la batalla, una guerra que se convierte en personal. Todo es grande en Miami vice, pero todo es íntimo a la vez. Mann auna la poesía visual de cada espacio que recorre (desde la selva brasileña a las barracas de los neonazis, de los rascacielos de Miami al poblacho sudamericano) con la exploración de los sentimientos de los personajes, de sus miedos y dudas. Sin embargo no nos ofrece muchas más explicaciones que un par de diálogos (estupendo el “se sacan las pistolas, se muestran las placas, se detiene a los malos; es nuestro trabajo” de Foxx) y dos escenas de sexo (ambas iniciadas en la ducha) para describirles. No necesitamos más. No queremos saber si Crockett tiene un trauma de su infancia. Los villanos no van presumiendo de maldad con interminables discursos: la lágrima contenida del personaje de José Yero (¡qué rabia da ese cabrón!) ante la pista de baile es más que suficiente para conocer sus motivos.

Los actores cumplen su cometido en un simple correcto. No les van a dar un Oscar: Foxx ya lo tiene y Farrell lo trituraría y lo cortaría con la farla antes de seis horas para meterse unas rayitas doradas. Luis Tosar se limita a salir tres veces y poner cara de hijodeputachungo pero con clase, lo cual ya es mucho. Destacar la actuación de Gong Li, la única que consigue darle cierta profundidad a su interpretación. La verdadera protagonista, en todo caso, es la luz.

Corrupción en Miami es un festival de luz. La hay de todo tipo, y siempre es bella. La fotografía nocturna, altamente granulada, despierta contrastes entre los faros de los coches, las sombras de los escondrijos, las ventanas de los edificios y el fogueo de los disparos. Mann mueve la cámara con elegancia durante la noche, y sabe usar los recursos adecuados en el momento pertinente. Ahí está el tiroteo final, cámara al hombro, ya directo a la antología de escenas adrenalíticas donde están el inicio de Salvar al soldado Ryan o la huída de Cyberdine en Terminator 2. La luz del crespúculo, tan del oeste, está en esos cielos al borde de la tormenta, siempre enfocados en contrapicado, desde las rodillas de los personajes., siempre a punto de caer sobre sus cabezas. La luz del día, escasa en el metraje, pero diáfana, reflejada en el mar, siempre en momentos de esperanza o de otra oportunidad. Todo ello hace de Corrupción en miami un film en ocasiones hipnótico, como la escena de las lanchas bajo el puente azul eléctrico.

Que tiene defectos, sí, pero mínimos. La caída en el ritmo de la parte central, la estancia en La Havana que se centra en Crockett e Isabella, es quizás el más notable. O cierto sentimentalismo de cartón piedra, que desentona en algunos pasajes. Pero sin duda son mínimos en comparación con los numerosos aciertos de esta obra, mayúscula, de un autor.

Cine de acción, sí, pero con la consistencia de Walter Hill y la efectividad de Cameron. Con el desengaño de Eastwood y los recursos de Bay. Todo lo que esperas de Mann, sin cocodrilos, ni flamengos, ni un protagonista en náuticas sin calcetines.



Monday, September 04, 2006

Alatriste (2006)

Alatriste, de Agustín Díaz Yáñez.

Vaya por delante que de la saga Alatriste solo leí completo el primer volumen, dejando inacabados un par más, por la sencilla razón que eran un auténtico coñazo. Alabo la capacidad de Arturo Pérez-Reverte para introducirnos en la España del Siglo XVII, lo que le recrimino (si soy yo alguien para recriminar algo) son los pocos ánimos para que nos quedemos en ella.

Así, el Alatriste de Agustín Díaz Yáñez es una excelente adaptación de las novelas del cartaginés: nos trasladan directamente a esa época, pero nos envuelven en el sopor.

Iba al cine con ganas, algo bastante iluso por mi parte, porque creía en el film. Creía que por fin que en este país de cine de cabra y organillo se iba a rodar como los grandes, con un presupuesto holgado, con una ambientación impresionante, y con una historia que te atrapara. En cualquier otro campo, un dos de tres sería un buen balance. Pero esto es cine, amigos, y si el tercero en discordia es la historia, apaga y vámonos.

Y es que Alatriste lo tiene todo para triunfar, pero se queda a medio camino. Es como la selección española de futbol, la eterna promesa, que acaba recurriendo a los raúles de siempre para caer antes de cuartos.

El caso es que esta es la enésima versión de una novela de Pérez Reverte al cine, y el enésimo fiasco consecutivo. Quizá algo superior a las anteriores, un objetivo no muy difícil si contemplamos que La tabla de Flandes era como para cortarse las venas en una bañera llena de sal (ese gitano rubio y surfero, ese multimillonario que vivía en la Pedrera de BCN...) y La novena puerta (adaptación de El club Dumas, quizá la mejor novela del escritor hasta el momento) ni parecía de Polanski, ni tenía chicha alguna. La película freelance que fue Territorio Comanche (tanto como el libro en la bibliografía de Arturo) era de las pocas que aguantaban el tiro (permitidme el chiste macabro).

¿Qué es lo que falla pues en Alatriste? Pues que Díaz Yáñez, el supuesto enfant terrible venido a menos del cine español, ha caído en los errores de la vieja guardia: querer darle demasiada enjundia psicológica a una historia que, ni la tiene ni la necesita. Y su pretensión ha sido ejecutada mediante un ritmo decayente y torpe, que avanza a trancas y barrancas.

Quien mucho abarca poco aprieta, y si se hubiera llevado a la pantalla una o a lo sumo dos novelas del capitán, el resultado hubiera sido bastante mejor. Hay tantas historias, tantos personajes, y todos quieren tener tanta entidad, que la película acaba por convertirse en un puzzle aburrido, con muchos altibajos y derroteros incomprensibles, con parones y lagunas de bostezo y almohada. Los tijeretazos, que se nota los ha habido, han sido hechos en momentos equivocados del film. ¡Y eso que el resultado final ha sido de dos horitas y media! No le hubieran ido mal en fragmentos de la historia absolutamente prescindibles, sobretodo por parte de la historia de Angelica (que contiene las escenas menos explicadas de la historia reciente del cine español, como el cuchillazo en la pantorrilla de Iñigo), aunque seguramente se debe a la incapacidad de Elena Anaya y Unax Ugalde por hacer creíbles sus personajes. Su dominio del tempo es penoso, las réplicas son postizas, sin dinamismo, envueltas en un halo de dramatismo falso propio de culebrón juvenil, pero entre candelas y terciopelos. Ariadna Gil se suma a la Comitiva Por El Bostezo en Alatriste, con el mismo personaje que interpreta siempre, aquel que sabes que solo sirve para cabalgar en la cama del protagonista y originar un conflictivo e imposible trío amoroso. Ella no lo hace mal, pero es algo que la hemos visto hacer demasiadas veces. Historias que ocupan tan poco espacio y quedan tan diluidas como la de la ¿pareja? de Malatesta (lástima de la buena actuación de Pilar López de Ayala), o la aparición espóradica casi como cameo de ciertos personajes (el Espínola del impresionante Francesc Orella), lastran la película, y la convierten, si bien no en otra Juana la loca o Carmen, sí en un proyecto fallido.

Y es una pena, porque creo que este es el buen camino. Una producción tan soporífera como esta, con tan buenos ingredientes, quizá hubiera mejorado con otro cocinero.

No es de recibo derrochar tanto en ambientación, en credibilidad de las escenas, en una inmersión total en la atmósfera del film, para no dar el puntazo final. Eso es algo de lo que Pérez Reverte suele adolecer: qué bien escribe, pero qué poco interesan algunas historias (y las de Alatriste, menos aún).

Y es que El Capitán Alatriste es el reflejo de los personajes de Arturo en un pasado a lomos de la gloria y la decadencia. Una traslación que algunas filmografías vecinas han sabido llevar a cabo, o lo han intentado (en Francia con más o menos acierto, en Alemania fatal lo mires como lo mires), y que cuanto menos es encomiable.

El personaje de Alatriste, desencantado, anacrónico en su época, fiel a su manera y hombre de palabra, es el hombre que Arturo Pérez Reverte querría ser. El personaje que ha inventado y que protagoniza una y otra vez todas sus novelas (aunque con nombres diferentes) y con cuya piel se viste cada vez que se disfraza de reportero de guerra que yo lo he visto todo y la gente es muy mala.


El físico de Viggo Mortensen es perfecto para el papel. Te crees que es Alatriste, como hizo creíble a Arargorn. Y a pesar de su medianía como actor (su interpretación no es para echar cohetes, pero tampoco es Ben Affleck), lleva el peso de la película con dignidad (cuando la peli no quiere convertirse en un relato coral y naufraga estrepitósamente). Una pega hay que achacarle, y es que aunque se le agradece el esfuerzo por hablar castellano (que si se crió en Argentina y bla bla bla), no lo habla bien. Y ya no es que no vocalice como el noventa por ciento de los actores españoles, es que parece que hable del revés, como un disco satánico, como el Peter Cushing de Top Secret. Y eso molesta. Y se nota. Y canta como el pie de Fernando Romay en Mira quién baila.

A su alrededor, hay que alabar la labor de cásting. Juan Echanove está perfecto como Quevedo (lástima que el espectador medio no sepa de qué le están hablando cuando se refieren, tangencialmente, a sus aventuras y desventuras en Madrid, ni ellos se molesten en explicarlo), Javier Cámara borda el papel de Conde Duque de Olivares (y demuestra que es uno de los mejores actores del panorama cinematográfico actual). Sin embargo, ¿qué pinta Blanca Portillo como el Inquisidor Bocanegra? Su presencia distrae del personaje, que, por otro lado se pasea como un fantasma por la trama. O el rival de Alatriste, el tal Malatesta, desdibujado y rebajado con agua, como un vulgar vinacho de tasca universitaria, a la categoria de yo pasaba por aquí a hacer de malo. Destaco la aparición de dos actorazos como Eduard Fernández y Francesc Garrido, en dos composiciones redondas, aunque secundarias (en un film donde todo es secundario).

Las luchas, coreografiadas con hiperrealismo, destacan por su calidad y su escasez en todo el metraje. Uno se pasa toda la película esperando la próxima pelea, el siguiente duelo, a ver si se anima. Porque la sensación es esa: a ver cuando arranca. Y nunca lo hace.

Qué pena, en fin, que la primera escena sea la buena. Que esa niebla, esa oscuridad del campo de batalla y del alma (Flandes es el infierno, afirma Alatriste), con el prodigio de detalles como la mecha en la muñeca, o los planos cenitales sobre los soldados enemigos, se pierdan en una amalgama de historias confusas, como si todos los personajes lucharan su propia batalla, en detrimento de la película, montada de forma asíncopada, para terminar en cinco o seis finales, a cual más aburrido y carente de emoción. La batalla final, pretendídamente épica, parece un postizo, un alargarlo más que aún puedo animar el cotarro, y se hace risiblemente interminable.

Este es el camino para el cine español, sí, pero me temo que aún tendremos que dar vueltas y vueltas y dejar de perdernos por el bosque de la pretenciosidad para llegar a buen puerto.