Tuesday, January 16, 2007

Banderas de nuestros padres, de Clint Eastwood


Llevaba unos cuantos films el bueno de Clint jugando su mejor baza, las historias simples, directas y descarnadas, con una dirección sublime aprehendida durante años de los más grandes maestros con los que trabajó. Cuando se plantea saltar a un proyecto más ambicioso, es una la incógnita: ¿conseguirá mantener el tono?

En ese sentido, el resultado de Banderas de nuestros padres es irregular. En conjunto, se trata de un gran film. En definitiva, habrá que esperar a la segunda parte del díptico, Cartas desde Iwo Jima, para valorar el reto de Eastwood en toda su extensión. El planteamiento, sin dudarlo un instante, es muy loable.
Banderas de nuestros padres se estructura de forma extraña, como el Matadero 5 de Kurt Vonnegut, otro alegato antibelicista. Es complicado localizar un narrador o un protagonista en los primeros compases del film. Vemos viejos que se mueren (la primera referencia a Salvar al soldado Ryan, del ahora productor del film Spielberg), hijos que quieren rescatar el pasado, soldados a punto de entrar en combate y héroes con remordimientos de conciencia. ¿Quién es quién? Quizá es el montaje, quizá el guión de Paul Haggis, pero se produce confusión en el espectador.

Cuando nos hemos asentado, descubrimos tres lineas narrativas distintas aunque paralelas. La apuesta por la fragmentación no lineal de Eastwood es arriesgada, y no siempre sale bien. PEro ayuda a compensar una película que de otra forma se hubiera desnivelado en dos bloques dentro de un inmenso flashback.

El hecho sobre el que pivota todo el argumento es la fotografia que se les tomó a un grupo de soldados que colocaban una bandera sobre el peñasco de la playa de la isla de Iwo Jima, en una batalla crucial en la segunda guerra mundial.



En una linea contemplaremos los preparativos, el desembarco y el combate, con toda la crudeza de la guerra. Pocas diferencias respecto a lo aportado por Stevie, incluso en el uso de la fotografía. Algunas aportaciones como esas vistas subjetivas de los aviones, la omnipresencia de la arena oscura y algunos pasajes sueltos que nos retrotraen a La delgada Línea Roja de Terrence Malick, por su caracter definitorio de la locura de la guerra. Aquí, se muestra la fina linea que separa lo bueno de lo malo, la vida de la muerte, el heroe del cobarde. Eastwood juega y gana con planos absolutamente brillantes como el descubrimiento del cuerpo de uno de los compañeros dentro de un búnquer (y que se nos muestra en la expresión de la cara del personaje de Ryan Phillipe, alumbrado por un mechero), o con el plante mismo de la bandera, rodado sin ningún tipo de épica. Los personajes, lamentablemente, están apenas esbozados, y cuesta saber a quién estamos viendo en acción, o a quien se refieren cuando les mentan. Curioso que Barry Pepper aparezca, como ya lo hizo en la visión de Spielberg sobre el desembarco, aunque su papel quede recortado en la mesa de montaje. Distinguimos a Doc Bradley y a Ira Hayes, y en menor medida a Rene Gagnon. A los japoneses no se les ve la cara... aún, y habrá que ver qué versión nos da Clint con Cartas desde Iwo Jima.



La parte post-batalla nos habla del azar. De cómo cada cual hace lo que puede y es la fortuna la que lo coloca en el sitio más insospechado. El personaje de Rene Gagnon cobra mayor protagonismo, como el tipo que se aprovecha de su situación (aunque la ruleta sigue girando y ya se sabe, hoy arriba y mañana abajo), una especie de Beckham de su tiempo. Doc siente que no se merece lo que le ocurre, en una interpretación correcta de Phillipe, a pesar que, en el fondo, a su manera, también sea un héroe. Ira Hayes (el Adam Beach de Windtalkers, un tipo incapaz de transmitir emoción alguna que no sea odio), se da a la bebida y se evapora en el anonimato. Tres formas de afrontar el heroismo, o la fama que este les ha dado sin (ellos creen) merecerlo. El punto culminante es, quizá, la hizada de la bandera en el estadio repleto de gente: algo falso, ideal, perfecto para la publicidad de la máquina de la guerra.



La tercera linea narrativa es lo más aproximado al Soldados de Salamina de Javier Cercas. Thomas McCarthy, como el hijo de Bradley, quiere recuperar la memoria de su progenitor. Eastwood dirige aquí casi con desgana, como si la historia fuera puro trámite. Caras desenfocadas, tratamiento pseudo-documental en las entrevistas, cierto patetismo clinico-lacrimógeno, que siguen ahondando en el concepto del heroismo, pero de un modo más... terrenal.

Eastwood no decepciona, por irregular que se muestre como en esta ocasión, y nos da una muestra de su talento fuera de toda moda y corriente. Su implicación en la parte musical, junto a su hijo, es otra historia: no es mala, pero es la misma de siempre. Sin embargo, su discurso es como una ventana abierta, y te invita a asomarte, a descubrir todo lo que le queda para contarte.


Thursday, January 04, 2007

Rocky Balboa, de Sylvester Stallone



Hace años que no veo la saga Rocky de cabo a rabo, de la primera a la cuarta. Me niego a considerar la bastarda Rocky V como parte de ese gran fresco estadounidense sobre la superación y el self-made man.

De hecho, creo que nunca las llegué a ver en el cine, si no recuerdo mal, así que para mi Rocky siempre irá ligado al vídeo comunitario, y esas fabulosas tardes de domingo con maratonianas sesiones de Stallone, entre las que también caían las de Rambo, en un alarde de programación inteligente y conocedora del espectador potencial.

Eran otros tiempos, como bien se puede comprovar si rescatamos la IV, con el púgil italoamericano enfrentado al gigante ruso Ivan Draco. Esa película, en toda su épica, su iconoclastia y sus valores perfectamente identificables, representa el retrato perfecto de la guerra fría.

¿Qué ha sucedido ahora? ¿Qué necesidad hay de rescatar al campeón?

Ninguna, salvo la cuenta corriente del pobre Sly, que ve como su carrera hace tiempo que se ha ido al garete, a pesar de sus intentos de hacer cine “serio”.

¿Es eso malo? Pues ni bueno ni malo, dependiendo del producto final.

Y en este caso se puede decir que es positivo... para los que añoramos esas tardes de domingo.

Sylvester Stallone lo sabe y no se esconde. Su Rocky es una vieja gloria, un vestigio del pasado que es reconocido por la calle continuamente, pero a quien nadie toma ya en serio. Tiene un restaurante italiano y vive de sus batallitas. Y su cara da miedo. Pero no el miedo ese de que te va a partir las piernas, sino el del tío que está medio deformado y que te haría cambiar de acera en una calle con poca luz. A Sly le pasa el tiempo, sí, pero por encima y cargado de piedros. Da penita verlo.

Así, durante los primeros minutos del film uno tiene la sensación de haberse confundido y estar viendo homenaje a la saga del boxeador. Rescata escenas, personajes y diálogos, y los endosa en la pantalla de forma más o menos sutil. Adrian se convierte en una suerte de Obi Wan Kenobi en las escaleras de la casa de Balboa, pero eso hasta hace gracia.

Una vez explotado el factor nostálgico, empieza el tema. Stallone dirige con sencillez y pulso seguro lo que parece ser un drama sobre la jubilación de un peso pesado de tiempos pretéritos. Para confrontarlo con el presente, mete a unos cuantos negros raperos chungos con su música de rapero negro chungo y su andar de rapero negro chungo. No se olvida de las deliciosas salidas de tono de las anteriores películas (inolvidable ese robot mayordomo), y coloca como motivo de conflicto en el film una pelea ficticia hecha por ordenador entre Rocky y el actual campeón mundial, un tipo que ni pasó el casting de Prison Break porque no da la talla. Un mindundi, que debe conocer a la madre de Sly porque no se entiende un error de casting tan monumental. Carl Weathers, Mr. T, Dolph Lundgren y... ¿el sobrino de Eddie Murphy?

Pero eso da igual, porque es la excusa para enfrentarles a los dos, y para que Stallone deje de llenar la primera hora con monsergas de su personaje, que se dedica a dar lecciones a cuanto se cruce en su camino: su hijo, Paulie, una chica a la que llevó por el buen camino cuando era pequeña, un macarra de pub, y el que sea. La mayoría de monólogos de Rocky no se entienden, y no solo por la vocalización de fórceps del actor, sino porque van todos sobre el tú eres lo que eres, pero dándole muchas vueltas.

Total, que se sacan de la manga un combate de exhibición entre el hijo adoptivo de Webster y Rocky, porque el primero le envidia el carisma y el segundo se quiere sacar una espinita.

¿Qué significa eso? Que el Chris Rock De La Lona irá sacando pecho por los puestos mientras Rocky tiene que entrenarse para volver a ponerse al día. De golpe el film cambia y Stallone nos da lo que hemos estado esperando: trompetas con la marcha triumfal del italian stalion, flexiones con una mano, puñetazos a trozos de carne y carrera escaleras arriba en plan soy el mejor del mundo. Un gustazo, en definitiva, tomado con bastante sentido del humor (y poco del rídículo) y consciencia que uno ya no tiene la edad de entonces. Rocky es el perfecto Señor de la Noche de Frank Miller, ese justiciero grande, cargado de espaldas, con artritis en las articulaciones, pero capaz de convertir el ring en un quirófano y operar como el mejor cirujano.

El combate final (y único) está bien realizado. Tiene la dosis justa de épica y trompazos, y algunas soluciones visuales más que agradecias (las desaturaciones en la fotografía, el realce de ciertos colores como los de las batas o la sangre al salpicar), ralentizaciones, primerísimos planos y estética pseudo-televisiva.

Al término, y con un final coherente, algo teñido de buenas intenciones por parte de Stallone (algunos optarán por beatificar a Rocky, tras ver como trata a la gente), queda el regusto de haber vuelto por una hora y media a aquellas tardes en las que lo de menos era si el guión era ingenioso o la fotografía sublime, y uno esperaba solo que Rocky les diera unos buenos tortazos a sus rivales, les hiciera morder el polvo, y fuera sacado a hombros. Porque Rocky Balboa es el mejor, y quien se atreva a ponerlo en duda tendrá que vérselas con los que crecimos con él.