Los villanos molan. Que se lo digan a Darth Vader, a Blofeld o a Fu-Manchú. Esa atracción por el lado oscuro que hace que acudamos en masa a los cines, y deseemos durante dos horas que se salgan con la suya. Casi siempre suelen ser más interesantes y poliédricos que los héroes.
Y además no suelen tener límites.
Así el personaje de Hannibal el Caníbal, casi un secundario de lujo en la fundacional El silencio de los corderos, se apoderó de la pantalla y nos preguntó, mirando a los ojos, si aún oíamos a los corderos chillar por la noche. La película de Demme es un thriller magistral, pulcro y directo, a veces tramposo pero siempre hipnótico. El malo es un enfermo, pero el que ayuda a cazarlo es peor, porque está cuerdo y es muy listo. Le gusta la carne humana y la venganza, sí, pero no por eso vamos a darle la espalda.
A partir de entonces, cada episodio de la saga ha ido dando protagonismo a Lecter, y ha hecho girar la historia a su alrededor, conscientes que el magnetismo que desprende el personaje es suficiente para llenar las salas. Anthony Hopkins le ha dado vida, y solo cabe preguntarse: ¿es Lecter el mismo sin Hopkins bajo su piel?
Ridley Scott orquestró con Hannibal una ópera al su alrededor, en la que de momento es la mejor continuación. Un film con una personalidad propia, grandguignolesca, que daba rienda suelta al sadismo y elevaba al psiquiatra a la condición de protagonista absoluto, malvado héroe de nuestras pesadillas.
Brett Ratner se limitó a fotocopiar el modelo original para componer El Dragon Rojo, una inquietante película de suspense que se queda en correcta, pero que produce la sensación de quedarse corto, de no aprovechar a fondo el mito, como Scott sí había conseguido.
Entonces vino el tito Stevie y decidió que Indiana Jones encontraría el látigo en un vagón de tren del circo. Y detrás de él aparecieron el joven Anakin Skywalker, el conflictivo Bruce Wayne o el Bond sin licencia doble cero. La fiebre por explicar el origen de los personajes más atractivos puede deberse tanto a la falta de ideas como a la seguridad que un nombre conocido siempre invita a comprar la entrada. Algunas de estas precuelas han resultado más acertadas (es el caso de Batman o Bond), otras navegan en aguas intermedias (de Darth Vader solo se salva el Episodio III) y algunas son simplemente horrorosas (la gilipollez sobre Leatherface). ¿Qué sucedería con Lecter? ¿Necesitamos conocer el origen de su perversidad?
No tengo la respuesta a esta pregunta. Porque Hannibal rising no comparte universo con ninguna de sus predecesoras. Es difícil imaginarse que el joven del film que nos atañe sea el psiquiatra gourmet que se enchocha de Clarice, porque sus mundos se mueven en coordenadas diferentes.
Hannibal rising es un relato de aventurillas escabrosas, filmado como una película de superhéroes, que sigue el patrón de infancia familiar, hecho traumático, aprendizaje y resurrección como un nuevo ser. Hannibal Lecter se convierte aquí en una versión gastronómicamente incorrecta de Punisher, 30 o 40 años antes. Un compendio de referencias pulp que aseguran el deleite freak, pero que se ven mermadas por la incompetencia de un director anodino (Peter Webber), al servicio del productor, el omnisciente Dino DeLaurentis. No hay rastro de personalidad en la dirección del film, ni siquiera de autoría, pero la cantidad de dinero invertido para explicar la historia (típica, previsible, pero no por eso menos interesante) se deja ver en cada fotograma de la película.
Es fácil que algo funcione cuando hay nazis en pantalla. Si en los primeros minutos de film ya ha habido algunos tiros y un stuka precipitado sobre un tanque soviético, no nos vamos a quejar. Cuando observamos que la aristocrática familia Lecter vive en un castillo al más puro transilvano, celebramos ese guiño vampírico al origen del personaje. Si luego se suman un montón de referencias absolutamente inconexas e injustificables, pero que dan bien en pantalla, comprobaremos que estamos ante una historieta de Sax Rohmer, una realidad que no se toma en serio a si misma y que discurre por senderos alternativos a la nuestra. Un mundo siniestramente pop, de chaquetas de cuero y sombreros de ala ancha. ¿Qué demonios pinta una pariente japonesa que adiestra a su padawan antropófago en el arte del budokan? Pues que la iconografía oriental en un marco versallesco resulta visualmente impactante. ¿Por qué tanta referencia a máscaras, y ese predilección de Hannibal por vestirse con ellas? Da igual que en la película de Demme la careta fuera impuesta como protección para los que le trasladaban: aquí lo que importa es volver a verle con el rostro semioculto, aunque eso no signifique nada. ¿Y esas referencias constantes a jabalíes? Hannibal rising enseña muchas cosas, sí, pero no profundiza en ninguna porque no se sostendría.
Por eso, el trabajo de Webber es decepcionante en la mayor parte del metraje: el alma pulp se ve lastrada de una dirección para tontos. En el episodio de la muerte de la hermana, un servidor se hizo ilusiones al contemplar una elegante elipsis de ocho años. No duró mucho. La escena de la muerte de la hermana se reproduce unas quinientas veces en repetitivos flashbacks filmados como un videoclip de Latoya Jackson. Vemos al pequeño Hannibal caer una y otra vez sobre la nieve en una imagen bonita en el primer visionado, y cansina a partir del decimoquinto. Rhys Iffans se empacha en las sesenta y cuatro repeticiones de su ágape de codorniz cruda.
El guión, aparte de su recorrido absolutamente inverosímil, es una sucesión de frases cortas metidas con calzador, que solo sirven de nexo de unión con pasajes de otros films de la saga. Por no hablar de la historia paralela prescindible de la investigación policial (con un Dominic West que le quería joder la vida a Leónidas en 300, y que aquí carga con un personaje sin coherencia ni personalidad). La historia del inspector es tan volátil que ni siquiera tiene final en la película.
Hannibal Lecter se caracteriza por dos factores que le convierten en un ser terrorífico: su violento amor por la carne humana y su altísima capacidad intelectual. El Lecter que gusta es que el puede comer la cara a un policía para escapar, o los sesos a alguien que desprecia, pero también el que es capaz de hacer que se suicide un compañero de encierro por haber sido grosero. Hannibal rising solo menta la gran inteligencia de Lecter en una escena (una de las mejores del film, eso sí), en la que el joven aristócrata revierte el interrogatorio policial y acaba sacando los miedos de su interlocutor. Por lo demás, la personalidad se centra en la cara violenta de Lecter.
Gaspard Ulliel se convierte de esta manera en lo mejor del film. Sin copiar la interpretación de Hopkins, le da el aire inquietante de belleza salvaje que el personaje requiere. Y usa, dosificadamente, algunos tics y gestos del carácter original (un guiño, un saludo) que se convierten en la parte gratificante de la función.
Puede que Hannibal rising no sea un gran film. De hecho, no lo es. Pero tampoco es para echarlo a la quema. Es un relato folletinesco, una historieta delirante sobre un personaje que ha traspado la pantalla del cine para morder ( y masticar) el inconsciente colectivo.
Y además no suelen tener límites.
Así el personaje de Hannibal el Caníbal, casi un secundario de lujo en la fundacional El silencio de los corderos, se apoderó de la pantalla y nos preguntó, mirando a los ojos, si aún oíamos a los corderos chillar por la noche. La película de Demme es un thriller magistral, pulcro y directo, a veces tramposo pero siempre hipnótico. El malo es un enfermo, pero el que ayuda a cazarlo es peor, porque está cuerdo y es muy listo. Le gusta la carne humana y la venganza, sí, pero no por eso vamos a darle la espalda.
A partir de entonces, cada episodio de la saga ha ido dando protagonismo a Lecter, y ha hecho girar la historia a su alrededor, conscientes que el magnetismo que desprende el personaje es suficiente para llenar las salas. Anthony Hopkins le ha dado vida, y solo cabe preguntarse: ¿es Lecter el mismo sin Hopkins bajo su piel?
Ridley Scott orquestró con Hannibal una ópera al su alrededor, en la que de momento es la mejor continuación. Un film con una personalidad propia, grandguignolesca, que daba rienda suelta al sadismo y elevaba al psiquiatra a la condición de protagonista absoluto, malvado héroe de nuestras pesadillas.
Brett Ratner se limitó a fotocopiar el modelo original para componer El Dragon Rojo, una inquietante película de suspense que se queda en correcta, pero que produce la sensación de quedarse corto, de no aprovechar a fondo el mito, como Scott sí había conseguido.
Entonces vino el tito Stevie y decidió que Indiana Jones encontraría el látigo en un vagón de tren del circo. Y detrás de él aparecieron el joven Anakin Skywalker, el conflictivo Bruce Wayne o el Bond sin licencia doble cero. La fiebre por explicar el origen de los personajes más atractivos puede deberse tanto a la falta de ideas como a la seguridad que un nombre conocido siempre invita a comprar la entrada. Algunas de estas precuelas han resultado más acertadas (es el caso de Batman o Bond), otras navegan en aguas intermedias (de Darth Vader solo se salva el Episodio III) y algunas son simplemente horrorosas (la gilipollez sobre Leatherface). ¿Qué sucedería con Lecter? ¿Necesitamos conocer el origen de su perversidad?
No tengo la respuesta a esta pregunta. Porque Hannibal rising no comparte universo con ninguna de sus predecesoras. Es difícil imaginarse que el joven del film que nos atañe sea el psiquiatra gourmet que se enchocha de Clarice, porque sus mundos se mueven en coordenadas diferentes.
Hannibal rising es un relato de aventurillas escabrosas, filmado como una película de superhéroes, que sigue el patrón de infancia familiar, hecho traumático, aprendizaje y resurrección como un nuevo ser. Hannibal Lecter se convierte aquí en una versión gastronómicamente incorrecta de Punisher, 30 o 40 años antes. Un compendio de referencias pulp que aseguran el deleite freak, pero que se ven mermadas por la incompetencia de un director anodino (Peter Webber), al servicio del productor, el omnisciente Dino DeLaurentis. No hay rastro de personalidad en la dirección del film, ni siquiera de autoría, pero la cantidad de dinero invertido para explicar la historia (típica, previsible, pero no por eso menos interesante) se deja ver en cada fotograma de la película.
Es fácil que algo funcione cuando hay nazis en pantalla. Si en los primeros minutos de film ya ha habido algunos tiros y un stuka precipitado sobre un tanque soviético, no nos vamos a quejar. Cuando observamos que la aristocrática familia Lecter vive en un castillo al más puro transilvano, celebramos ese guiño vampírico al origen del personaje. Si luego se suman un montón de referencias absolutamente inconexas e injustificables, pero que dan bien en pantalla, comprobaremos que estamos ante una historieta de Sax Rohmer, una realidad que no se toma en serio a si misma y que discurre por senderos alternativos a la nuestra. Un mundo siniestramente pop, de chaquetas de cuero y sombreros de ala ancha. ¿Qué demonios pinta una pariente japonesa que adiestra a su padawan antropófago en el arte del budokan? Pues que la iconografía oriental en un marco versallesco resulta visualmente impactante. ¿Por qué tanta referencia a máscaras, y ese predilección de Hannibal por vestirse con ellas? Da igual que en la película de Demme la careta fuera impuesta como protección para los que le trasladaban: aquí lo que importa es volver a verle con el rostro semioculto, aunque eso no signifique nada. ¿Y esas referencias constantes a jabalíes? Hannibal rising enseña muchas cosas, sí, pero no profundiza en ninguna porque no se sostendría.
Por eso, el trabajo de Webber es decepcionante en la mayor parte del metraje: el alma pulp se ve lastrada de una dirección para tontos. En el episodio de la muerte de la hermana, un servidor se hizo ilusiones al contemplar una elegante elipsis de ocho años. No duró mucho. La escena de la muerte de la hermana se reproduce unas quinientas veces en repetitivos flashbacks filmados como un videoclip de Latoya Jackson. Vemos al pequeño Hannibal caer una y otra vez sobre la nieve en una imagen bonita en el primer visionado, y cansina a partir del decimoquinto. Rhys Iffans se empacha en las sesenta y cuatro repeticiones de su ágape de codorniz cruda.
El guión, aparte de su recorrido absolutamente inverosímil, es una sucesión de frases cortas metidas con calzador, que solo sirven de nexo de unión con pasajes de otros films de la saga. Por no hablar de la historia paralela prescindible de la investigación policial (con un Dominic West que le quería joder la vida a Leónidas en 300, y que aquí carga con un personaje sin coherencia ni personalidad). La historia del inspector es tan volátil que ni siquiera tiene final en la película.
Hannibal Lecter se caracteriza por dos factores que le convierten en un ser terrorífico: su violento amor por la carne humana y su altísima capacidad intelectual. El Lecter que gusta es que el puede comer la cara a un policía para escapar, o los sesos a alguien que desprecia, pero también el que es capaz de hacer que se suicide un compañero de encierro por haber sido grosero. Hannibal rising solo menta la gran inteligencia de Lecter en una escena (una de las mejores del film, eso sí), en la que el joven aristócrata revierte el interrogatorio policial y acaba sacando los miedos de su interlocutor. Por lo demás, la personalidad se centra en la cara violenta de Lecter.
Gaspard Ulliel se convierte de esta manera en lo mejor del film. Sin copiar la interpretación de Hopkins, le da el aire inquietante de belleza salvaje que el personaje requiere. Y usa, dosificadamente, algunos tics y gestos del carácter original (un guiño, un saludo) que se convierten en la parte gratificante de la función.
Puede que Hannibal rising no sea un gran film. De hecho, no lo es. Pero tampoco es para echarlo a la quema. Es un relato folletinesco, una historieta delirante sobre un personaje que ha traspado la pantalla del cine para morder ( y masticar) el inconsciente colectivo.
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