Empieza la proyección, y no hay flamencos volando, ni colores chillones, ni náuticas sin calcetines. Afortunadamente, porque a cualquiera que lleve zapatos sin calcetines le deberían amputar los pies por los tobillos y hacerle bailar en un barreño lleno de vinagre.
Corrupción en Miami, la película, es diferente, porque el mundo también lo es.
De hecho, resulta casi inútil realizar comparaciones entre la serie de televisión y la película que se ha estrenado. La primera tenía a Michael Mann como productor ejecutivo, a dos policías más chulos que nadie que conducían los coches más caros y se cepillaban a las chicas más guapas. Vale, eso queda. Michael Mann está ahí, pero con veinte años más de experiencia. Y Sony Crockett y Ricardo Tubbs también, pero no.
Porque desde los ochenta, campo abonado para el kitsch televisivo y los cocodrilos domésticos, Miami Vice no se ha llegado a ir del todo.
¿Qué sentido tenía entonces retomar para la gran pantalla la primera serie auténticamente cinematográfica de la pequeña? ¿Y cómo se podía hacer sin caer en el ridículo o en la autoparodia? No están tan lejanos los ejemplos de Los Ángeles de Charlie o Starky y Hutch, series que si bien no tenían la pretenciosidad de Corrupción en Miami, no se merecían tampoco el subproducto de McQ o la payasada (divertida, pero olvidable) de Ben Stiller y Owen Wilson. Solo el nombre de Michael Mann hacía presagiar que no caeríamos en el bochorno de ver a dos mozalbetes luchar contra un capo mafioso con artilugios robados al inspector Gadget, mientras se benefician a la ya crecidita Sophie.
Y la carrera de Michael Mann ha llegado al punto de conseguir rehacer su propio producto y darle un sello diferente, reconocible, pero nuevo. Una evolución lógica en una carrera marcada por la búsqueda de la depuración, de la simplicidad de lo épico, de la naturalidad de lo artificioso, a través de la experimentación. Un salto que se inició con Heat, para limpiar las aristas de un auténtico género negro en Collateral. Ambos films transitaban en la frontera del bien y el mal, en la ambigüedad de las acciones de sus protagonistas, donde la catadura moral de cada cual no se juzga por un código penal, sino por sus acciones. Mann es el marionetista de protagonistas que no son héroes, pero tampoco malvados, aunque siempre hay alguien aún más malo esperando junto a un contenedor de descarga en el puerto. Mann ha apostado fuerte por las cámaras digitales para filmar, lo cual le permite dotar de mayor verismo a las imágenes, y salvaguardar así ciertos elementos de la historia de ser criticados por hiperbólicos.
Porque no jodamos, Michael, que todos sabemos que los policías de Miami, por muy antivicio que sean, ni llevan ferraris a 300 por la autopista, ni saben pilotar aviones, ni disparar cacharros que dejan el armamento pesado de Aliens el regreso en inofensivas pistolas de agua, ni tienen esas casas de catálogo. Guapos, cachas, duros y ricos, los policías de Miami parecen de verdad porque Mann nos lo cuenta como si fuera verdad. Ahí está su gran mérito.
El precedente más directo de la película no es la serie de televisión, aunque sí procede de los ochenta. Corrupción en Miami es una puesta al día de Arma letal, la catedrática buddy movie de Richard Donner. Colin Farrell es más macarra que Don Johnson porque no interpreta a Sony Crocket, sino a Righs. Y Jamie Foxx no es Ricardo Tubbs, porque ni tiene el pelo a lo Zubizarreta acabado de despertar, ni es un simple comparsa del guaperas blanco. Es Murtaugh, con su mujer y su vida estable, en el límite, buscando el riesgo, pero estable al fin y al cabo. El negro y el loco, según el guión de Shane Black. Incluso el tono del film, triste, oscuro, pesimista, es más parecido a la peli de Gibson y Glover, que a la chiclosa luminosidad de Miami.
Michael Mann distancia la película de su semilla, para llevarla al terreno que ha ido abonando en los últimos años. Convierte Corrupción en Miami en un western polvoriento rodado como un capítulo de Cops. Y lo hace a la perfección. Dota al metraje de un ritmo pausado pero ininterrumpido, bien dosificado, con escasísimas escenas de acción pero magistrales todas y cada una de ellas. Da realismo a una fantasía que no lo tiene. Los tiros no suenan igual en esta película que en cualquier otra de acción. Los atronadores disparos de las scharwszymovies se convierten en golpes secos, las detonaciones producen efectos según el arma, y nos encontramos con un abanico de heridas de lo más variopinto. Vemos brazos arrancados de cuajo con la mayor crueldad, piernas agujereadas, cabezas perforadas y torsos que podrían servir de canastas en un partido de baloncesto. Todo filmado con frialdad, sin implicarse emotivamente, en un estilo pseudocumental, que no nos hará identificarnos con sus personajes, pero sí nos impulsará a esquivar las balas desde la butaca.
Dos vaqueros que se infiltran en una red de narcotráfico para desmantelar las mafias que se lucran y campan a sus anchas por Miami (la frontera), para enamorarse el llanero solitario de quien no debe, y luchar contra el capo que domina el percal. Los caballos son los de Ferrari, el saloon son las discotecas de moda controladas por rencorosos delincuentes, dispuestos a echarles el guante por celos, siempre celos. Las puestas de sol tras las lanchas, el ensordecedor ruido de las cataratas donde se refugia el malvado Arcángel de Jesús, las tormentas siempre de fondo, como vaticinando la batalla, una guerra que se convierte en personal. Todo es grande en Miami vice, pero todo es íntimo a la vez. Mann auna la poesía visual de cada espacio que recorre (desde la selva brasileña a las barracas de los neonazis, de los rascacielos de Miami al poblacho sudamericano) con la exploración de los sentimientos de los personajes, de sus miedos y dudas. Sin embargo no nos ofrece muchas más explicaciones que un par de diálogos (estupendo el “se sacan las pistolas, se muestran las placas, se detiene a los malos; es nuestro trabajo” de Foxx) y dos escenas de sexo (ambas iniciadas en la ducha) para describirles. No necesitamos más. No queremos saber si Crockett tiene un trauma de su infancia. Los villanos no van presumiendo de maldad con interminables discursos: la lágrima contenida del personaje de José Yero (¡qué rabia da ese cabrón!) ante la pista de baile es más que suficiente para conocer sus motivos.
Los actores cumplen su cometido en un simple correcto. No les van a dar un Oscar: Foxx ya lo tiene y Farrell lo trituraría y lo cortaría con la farla antes de seis horas para meterse unas rayitas doradas. Luis Tosar se limita a salir tres veces y poner cara de hijodeputachungo pero con clase, lo cual ya es mucho. Destacar la actuación de Gong Li, la única que consigue darle cierta profundidad a su interpretación. La verdadera protagonista, en todo caso, es la luz.
Corrupción en Miami es un festival de luz. La hay de todo tipo, y siempre es bella. La fotografía nocturna, altamente granulada, despierta contrastes entre los faros de los coches, las sombras de los escondrijos, las ventanas de los edificios y el fogueo de los disparos. Mann mueve la cámara con elegancia durante la noche, y sabe usar los recursos adecuados en el momento pertinente. Ahí está el tiroteo final, cámara al hombro, ya directo a la antología de escenas adrenalíticas donde están el inicio de Salvar al soldado Ryan o la huída de Cyberdine en Terminator 2. La luz del crespúculo, tan del oeste, está en esos cielos al borde de la tormenta, siempre enfocados en contrapicado, desde las rodillas de los personajes., siempre a punto de caer sobre sus cabezas. La luz del día, escasa en el metraje, pero diáfana, reflejada en el mar, siempre en momentos de esperanza o de otra oportunidad. Todo ello hace de Corrupción en miami un film en ocasiones hipnótico, como la escena de las lanchas bajo el puente azul eléctrico.
Que tiene defectos, sí, pero mínimos. La caída en el ritmo de la parte central, la estancia en
Cine de acción, sí, pero con la consistencia de Walter Hill y la efectividad de Cameron. Con el desengaño de Eastwood y los recursos de Bay. Todo lo que esperas de Mann, sin cocodrilos, ni flamengos, ni un protagonista en náuticas sin calcetines.
4 comments:
Iré a verla sin falta y, cuando lo haga, te dejaré otro comentario sobre qué me ha parecido.
Bueno, pues ya la he visto. Hubo partes en las que me quedé dormido, pero no por aburrimiento, sino por sucesión de madrugones, pero en las partes en las que estuve despierto disfruté bastante más que con la serie.
Ah, y los sonidos de los disparos, brutales.
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