
Quantum of solace sale al campo y empata contra un equipo pequeño. ¿Las razones? El juego se ve interrumpido contínuamente por las faltas de un director que se ve incapaz.
Gracias a Dios, parece que ésta va a ser la primera y última incursión de Marc Forster en la saga Bond. Y es que no se puede dar las riendas de un film de estas características (fuertemente controlado por los productores) a un director modernillo que se las da de autor. Martin Campbell demostró con la rompedora Casino Royale ser un artesano disciplinado y muy competente, que dirigió el resurgir de la saga de la forma que esta necesitaba. Marc Forster se pierde en cierto delirio de autoría y denúnica social (esas imágenes de los sedientos indígenas bolivianos) y renuncia a la evolución que se apuntaba en el primer capítulo de esta supuesta trilogía.

No es que Forster renuncie a los estereotipos Bond (que renuncia), sino que abandona la línea progresiva de su predecesora (la que apuntaba que tarde o temprano llegarían los malvados megalómanos, los esmóquins bajo el traje de buceo, los artilugios de Q, en un contexto más o menos realista) para entregar una ramplona cinta de acción sin emoción, un sucedáneo de Bourne confeccionado como un contínuo coitus interruptus.
En el apartado positivo, tenemos esa primera persecución en coche por Italia (fantástica), la aparición de un transmisor marca Q, la escena de combate aéreo, Judi Dench como M, y la aparición de ese misterioso grupo secreto llamado Quantum (una suerte de neo-Spectra).

Pero Forster y el guión de (entre otros) Haggis despojan este capítulo de cualquier atisbo de sentido del humor (y no en el sentido rogermooriano del término, sino el más sibilino y cruel de la primera entrega) y glamour (Bond es un matón sin matices). Hacen de la película una sucesión estúpida de escenas de acción que nunca llegan al clímax, y que siempre se ven interrumpidas de forma abrupta (después de la adrenalina del salto sin paracaídas sale un ministro firmando papeles, en uno de los cortes de rollo más brutos de la cinta, lo que aburre hasta las ovejas. Es de vergüenza ajena lo mal montada que está la escena paralela de la ópera y los tiroteos, que habrá hecho sacar humo al teléfono de Coppola. Estas son las faltas de equipo pequeño, que no dejan jugar a futbol con fluidez.
Que el guión sea inverosímil ya forma parte de la saga, pero aquí se da una vuelta de tuerca en comportamientos imposibles. Así, la chica Bond reaparece tras intentar ser asesinada con el tipo que ha ordenado su muerte, como si nada pasara. Y Mathieu Amalric (insuficiente villano) tiene un plan tan idiota como cualquiera de los del doctor Maligno.

Además, ¿por qué no hay sexo?
Un consejo para los productores de la saga. El agente secreto que salta de balcón en balcón es Bourne. Y como mucho el muñecajo del Prince of Persia. Bond tiene más categoría que eso. Puede perseguir a alguien sin despeinarse. Y si se despeina, soltará un comentario con su habitual flema británica. Se pueden filmar las escenas de acción de muchas maneras, y no siempre tiene que ser con planos cerrados a lo Nolan. A veces me gusta saber quién dispara a quién, o porque esa lancha sale volando cuando se le echa un ancla dentro.
Ahora dicen que Forster (que firmó Tránsito, quizá la película con mayor error de punto de vista de la historia de cine) rodará World War Z. Cachis.
Solo espero que el siguiente director que se haga cargo del tercer episodio de la trilogía 007 sea consciente que la gracia de este nuevo proyecto es que contar el origen del espía, que evolucione, que crezca, y que se convierta en el hijodeputa que todos conocemos, pero adaptado a los nuevos tiempos.
Que acabe siendo Bond, James Bond.