
Pozos de Ambición, eso sí, es la mejor película sobre vampiros de lo que llevamos de siglo XXI.
Encauzada por el género americana, este tipo de películas rio que beben de Steinbeck sobre la reciente historia de Estados Unidos, el film de Anderson nos cuenta el devenir de un vampiro y su condena a la soledad.
Daniel Plainview pacta con el diablo en el inicio de la narración. Solo, excavando el desierto, adentrándose en el infierno, mezcla su sangre con el petróleo como un doctor Fausto. Quince minutos de puro cine mudo. Imágenes, imágenes, imágenes. Poderoso. En cierta manera, muere para renacer. El premio: dinero, carisma, poder infinito. El precio: su alma, que pertenecerá al diablo negro, y nadie más. La soledad.
Paul Thomas Anderson se toma un tempo lento para explicarnos el devenir de Plainview. Deja reposar las imágenes, les da fuerza, consistencia, avanza en el tiempo a zancadas pero luego descansa en ciertos momentos clave. Se contiene y consigue emular a los grandes directores citados al inicio, pero se olvida de insuflar calor en la historia. La extraña banda sonora, arrítmica, disonante, kubrickiana, no contribuye a submergir al espectador, sino a ahuyentarlo, a eliminar cualquier sentimiento de empatía.
Quizá era eso lo que quería. Quizá quería que odiáramos al personaje intepretado por Daniel Day-Lewis, pero tampoco somos capaces de sentir odio por el zapatero florentino, porque su interpretación solo causa admiración. De acuerdo, es de los pocos que aun creen que deben convertirse en el personaje, en lugar de actuar, pero es que Day-Lewis regala un trabajo total, de cuerpo y mente, abstraido por su vampírico carácter.


Vampiro sanguineo (por la metáfora del petróleo, y como lo succiona allí donde va) y emocional, Plainview se aprovechará de todo aquel que le rodee para luego apartarse (es la del hermano quizá una de los mejores cuentos que presenta There Will Be Blood).

Pozos de Ambición está contada con crueldad, es descarnada y poética a la vez, y termina en un final rompedor con esa dinámica. Se quiebra la contención de Anderson y la de Day-Lewis (que aquí se le va la mano y sobreactua como en sus buenos tiempos), y se cambia el naturalismo mostrado hasta el momento por un grandguiñolesco epílogo ambientado en la mansión, que bien pudiera ser del Conde Drácula, pero que acaba siendo del pobre millonario desgraciado y solo Daniel Plainview.
O léase Charles Foster Kane,
O Max Bercovickz,
O señor Burns.