Veinte películas llevaba la saga Bond, todo un icono pop, de patrones reconocidos, pero con evidentes síntomas de agotamiento.
Todos sabemos qué es un film de Bond: primera escena espectacular, títulos de crédito horterokitsch, un villano que pretende dominar/destruir el mundo, tres o cuatro chicas enseñando palmito y persecuciones, tiros, persecuciones, más tiros, esmóking y gadgets a cual más extravagante. Es como pedir un Big Mac o mear después de comer espárragos: ya sabes qué te vas a encontrar.
El mundo cambia, y Bond se queda atrás. Des de su inicio ha habido intentos de crear otro superagente para quitarle la hegemonía, y así nacieron Derek Flint (Flint, con James Coburn), Xander Cage (XXX, con Vin Diesel), Austin Powers (la trilogía de Austin Powers, con Mike Meyers) o Ethan Hunt (Misión Imposible, con Tom Cruise). No cabe decir que por planteamiento, esta última es la que tiene más visos de sobrevivir, pero que estará expuesta siempre a las comparaciones con 007.
Son los demás superespías los que deben preocupar al agente al servicio de su majestad, o es él mismo, que caduca poco a poco? En ese sentido, el film número 20 de la saga supuso un punto y seguido, pero también una advertencia. Ya que no se pudo reunir a todos los actores que se pusieron en la piel de Bond, se optó por homenajear a la serie en si. La película de Tamahori aportaba ciertas ideas visuales desconocidas en la saga, e incluso se atrevía a presentar un Bond sucio, barbudo, herido y torturado en los primeros minutos. Todo el resto era grandilocuente: el palacio de hielo, John Cleese como Q y su coche transparente, o Halle Berry como Jinx, una chica Bond tan dura como él. Pierce Brosnan, que había interpretado un agente algo blando y políticamente correcto, pidió más pasta y Barbara Broccoli se lo ventiló. Tenía planeado hacer un giro. Renovarse o morir.El baile de nombres fue continuo. Incluso se rumoreó un 007 de joven (¡Richard Grieco otra vez no!). Jude Law y Clive Owen ganaron posiciones. Y apareció Daniel Craig.
No tengo que explicar mucho todos los problemas y obstáculos que se le han puesto al bueno de Craig en la producción de la película. Que si era rubio, que si no era guapo, que si tiene pinta de bruto, que si pierde los dientes en el rodaje, que si la abuela fuma y otras lindezas. James Bond, el original, el de Sean Connery, ha sido para mi un tipo bruto en esmóking, un asesino con una sonrisa, un hijoputa encantador. Ni Lazenby (carapalo) ni Moore (demasiado autoparódico) ni Dalton (demasiado realista) no me convencían. Tenía el presentimiento, y más después de verlo actuar en Munich, que Daniel Craig sería un gran Bond.
Y lo es.

Casino Royale es a James Bond lo que Batman Begins fue para el Hombre Murciélago. Un descenso al hombre tras la coraza, la primera incursión en la motivación y la forja del carácter de 007. No es más realista, pero sí más austera. Y no por eso menos efectiva, sino todo lo contrario.
El film se estructura como una larga presentación en tres actos, que va creciendo a medida que avanza el metraje. Espía tosco al principio, impostor de esmóquing en la mitad y agente 007 al final, la evolución es constante. Todo acompaña este nacimiento: desde la actuación de Craig (impecable) a la orquestración (atentos a la escasa inclusión del tema de John Barry, que llega cuando tiene que llegar, como pasó con la marcha imperial en el Episodio III de Star Wars), a la dirección de Martin Campbell.
Sorprende que el rupestre director de la mediocre Golden Eye haya labrado un trabajo tan sutil y físico a la vez. El prólogo, en blanco y negro, ya nos advierte que estamos ante un film diferente al resto. La primera persecución, que no llega hasta después de los créditos (fantásticos, sin la ya ridícula natación de siluetas femeninas) es muy sólida: produce vértigo. Estamos ante un film de espionaje tosco, desnudo de todo glamour, despojado de las características de la saga. Bond suda al correr y se golpea al caer, pero tiene los recursos. Es un diamante en bruto. Estamos más cerca del ciclo Bourne que de las florituras de los Broccoli.Así vemos a Craig dotarle de una personalidad muy callejera, con un humor muy negro. Ejerce más de detective privado, indagando, siguiendo rastros, discutiendo con M y usando a las mujeres como un medio para llegar al objetivo. Se podrá decir que la parte del aeropuerto es puro relleno, adrenalina que, de ser recortada en la sala de montaje, no hubieramos notado su ausencia. Sin embargo es una aportación más a la deconstrucción bondiana: él es un agente de campo que se enfrenta a trabajo de campo, como atentados terroristas hechos por terroristas comunes. La paranoia post 11-s por fin ha llegado a su mundo de villanos de mentira.
El segundo capítulo es el más arriesgado de todo el film: la parte del casino. Bond está fuera de lugar, en un sitio que no le corresponde por clase, aunque tenga que simularlo. Es el personaje de Versper Lynd (Eva Green) el encargado de hacerle de Pigmalión. Saca tu ego de la ecuación, como dice M, en una frase del soberbio guión de Paul Haggis. Aquí Bond es un impostor, y como tal comete más errores que de costumbre. Martin Campbell acierta de lleno al narrar la partida de póker de forma no lineal. ¡Que el núcleo de un film de Bond le mantenga sentado cara a cara con su enemigo es insólito! Martin rompe la continuidad temporal, y fragmenta las escenas, dosifica la acción y pela los sentimientos del agente 007 como una manzana. El elenco muestra sus cartas, y se nos aparece la que quizá es la película de la saga más dialogada.James Bond y Vesper Lynd son demasiado parecidos y demasiado diferentes, o al menos eso se desprende de sus diálogos, chispeantes algunos, tristes otros. Eva Green aporta una nota de melancolía al personaje muy profunda, con un rostro bellísimo y una silueta esbelta, que ilumina toda las escenas donde sale. Y si bien tiene unos pechos enormes, condición sine quanon para ser chica Bond, no acaba de parecerlo del todo. Como los demás elementos del film, hay una nota discordante con la tradición. Giancarlo Gianini hace de él mismo, aunque yo pensaba que Hannibal Lecter lo había matado en Florencia. Y Mads Mikkelsen es el Malvado James Blunt con unos kilos de más, aunque en la película se resistan a llamarle Le Chiffre. Como villano, pálido, de ojos macedonios y con tendencia a llorar sangre, ya entra dentro de los parámetros de la saga. Si bien en mi opinión está algo desaprovechado, porque no deja de ser un maloso menor. Con él, Bond se encuentra con la primera paradoja: tiene el doble cero, pero no puede matarle. Lo que no quita que mate, y mucho. Pero le cuesta, no es el pim pam pum de matar como el que pica el billete del autobús. Matar a un hombre es un trabajo duro y costoso, y te destroza los nudillos: la imagen de JB levantándose resoplando con el esmóking manchado completamente de sangre es soberbia. Como también lo es la escena de la tortura, de la que no diré nada más que JB demuestra que el sentido del humor británico no está reñido con la chulería. Prácticamente no hay persecución de coches, por cierto.

El último plano, absolutamente catártico, es puro Connery. O, quizá mejor, puro Bond... James Bond.






