Monday, July 20, 2009

La última casa a la izquierda, de Denis Iliadis


¿Cuál es la frontera entre un dramón de sobremesa y una película de horror? ¿La cantidad de hemoglobina utilizada en el rodaje?

La última casa a la izquierda, el penúltimo remake de una película de miedo/culto de los setenta, queda suspendida en el filo de esa pregunta.
La matanza de Texas (Marcus Nispel, 2004) reproducía con fidelidad la original pero aportaba algo impercetible pero valioso, una especie de actualización sana (por muy irónico que parezca el uso de esta palabra), de recreación postmoderna del horror. Las colinas tienen ojos (Alexandre Aja, 2007) multiplicaba la versión de Craven y la reconvertía a un macabro cuento de descenso a los infiernos mucho mejor de lo que el maestro del terror pudiera soñar en su día. Halloween (Rob zombie, 2008), con todos sus defectos, acertaba en esos pasajes de un Michael Meyers aún niño, con lo que quedaba aún más marcada esa perversión solo intuida en el original, ese binomio infancia/crueldad.

Uy, ¿cuánto hace que no lavan la ventana?

La última casa a la izquierda, ¿dónde queda?

En tierra de nadie, principalmente por la total falta de personalidad de su director, Denis Iliadis, incapaz de imprimir su sello personal, si lo tiene, sobre la pantalla.
Porque solo por esa indefinición autoral se entiende que la película peque de una falta interna de coherencia en mayúsculas. Solo por eso asistimos a dos películas en una: la historia realista de violencia y la más tópica y estereotipada, filmadas de manera tan diferente que se diría que son dos capítulos realizados por dos personas distintas.
Sin ser una mala película, La última casa a la izquierda se trata de un film fallido.

La primera parte, la que debe servir de presentación de personajes, se alarga hasta aproximadamente la mitad de la proyección. Si bien hay momentos dignos de recordar (el secuestro en el motel, con reminiscencias a Los renegados del diablo) y algunos impactos gratuitos (la escena de la violación, alargada innecesariamente), lo predominante es un tono seco, lejos de artificios visuales, con predominio de la cámara fija y el plano medio, y un especial interés en querer profundizar en la naturaleza psicológica de los protagonistas.

El loco, el líder, el hijo no creíble y la loca anoréxica.

Por aquí flaquean los maluzos, algo enclenques como personajes de entidad, en los límites de lo sobado y lo triste.

La segunda, que al fin y al cabo es la que estaba esperando y por la que había pagado el precio de la entrada, se resuelve con prontitud y de forma poco climática. En ella encontramos lo más interesante del film: esa conversión del matrimonio bueno en los malos de la película. Esos personajes inocentes que devendrán los asesinos que persigan a sus víctimas, la familia matarile arriba mencionada.

Llevo mil años haciendo cine y nadie sabe mi nombre

Pero parece que todos los recursos de dureza emocional y física que Iliadis había empleado para la primera parte, se le han gastado en esta. Un cuento de venganza y sadismo se convierte en un ramplón telefilm cargado de planos previsibles, movimientos predecibles y arquetipos gastadísimos. Las muertes, que deberían ser catárticas, se resuelven o de forma funcionarial (ahí está el simple disparo sobre la chica de ojos besugo) o en una línea próxima al cartoon (atención al uso del microondas al final, otra salida de tono más sobre el resto de la película). Si bien es cierto que hay detalles recomfortantes, la mayor parte de los cuales vienen de hacer hincapié en la relación de complicidad entre el matrimonio protagonista. El asesinato en la cocina, por ejemplo, o la ascensión por las escaleras hasta el cuarto de los malos, son dos de los momentos más conseguidos del film.

Lake ends in the road, en castellà: Prohibido el paso, camino sin salida

Por lo demás, La última casa a la izquierda bien podría tratarse de un telefilm de sobremesa del domingo, de no ser por un exceso de violencia y sadismo, ingredientes al parecer imprescindibles para justificar cualquier exhumación del terror setentero. Solo que, en esta ocasión, se han olvidado que debía hacer miedo.

Monday, July 13, 2009

Brüno, de Larry Charles i Sacha Baron Cohen



Como quiera que sea que resulta inevitable empezar con una comparación respecto al último film de Sacha Baron Cohen, Borat, iremos al grano:

La película sobre el reportero de Kazajistán parecía más espontánia, menos falsificada y con las situaciones más naturales que la presente sobre el reportero de moda austríaco. En Brüno, la sospecha de pasteleo de escenas es mucho mayor.

¿Es eso intrínsecamente malo?

Teniendo en cuenta que Sacha Baron Cohen ha crecido en popularidad desde el estreno de Borat, se entiende que aumente la dificultad de actuar de forma infiltrada de la misma manera en que lo hacía antes. Aún y así, su capacidad para encontrar gente con sentido del humor que ni sabe de la existencia del cómico judío ni entenderá nunca dónde está la gracia de sus chistes es algo que juega a su favor.

Pero, ¿es divertida Brüno?

Leídas algunas críticas, me daba miedo encontrarme ante un cañardo. El tropiezo de un actor encumbrado.

Una vez superada la reticencia surgida de esa confusión realidad/ficción, y aceptada la película como lo que es (una comedia burra, una bufonada descomunal, con especial incidencia para poner el dedo en la/s llaga/s más abiertas de la sociedad estadounidense), Brüno es una obra excelente, divertidísima. Descacharrante. De lágrimas en los ojos y mandíbula dolorida. La sala de cine en la que la vi estaba llena hasta los topes, y no solo se estuvo riendo durante toda la proyección, sino que además prorrumpía en aplausos en los momentos cumbres del film. No sé ustedes, pero un servidor no asistía a tanto entusiasmo en una sesión de domingo por la tarde desde hace mucho tiempo.

¿Por qué?

Sacha Baron Cohen, reconozcámoslo, es un genio del humor. Tiene la presencia, el ingenio y la capacidad para dominar todos los resortes de la comedia. Y lo lleva al extremo. Crea un personaje sobre el que proyectarse (y a la vez escudarse). Ya sea Borat (racista, misógino, homófobo, ignorante, analfabeto, orgulloso de su vulgaridad) o Brüno (el contrapunto, igual de inculto, pero representante de todo lo que Borat odia), se ofrece como objeto de las críticas de una sociedad sin sentido del humor, y a la vez ejerce de catalizador de ellas.

Brüno es extrema en todos los sentidos. Concebida como una sucesión de gags con un mínimo hilo argumental (el reportero es despedido de su programa de moda, cae en desgracia y quiere volver a ser über-famoso), sigue un sendero por los estamentos más conservadores de Estados Unidos, provocándolos, estirándolos, tensando la cuerda hasta el máximo, hasta el riesgo de su propia integridad física. Los desfiles de modelos, el ejército, los famosos con alma de beneficiencia, el conflicto de Oriente Medio, los cazadores, los intercambios de parejas, los programas de testigos, la lucha libre... Baron Cohen no deja títere con cabeza, si bien es verdad que algunas de las set pieces funcionan mucho mejor que otras, y la mayoría están guionizadas en su tronco central. La gran multitud de objetivos, pero hace que la película tenga un ritmo endiablado y no adolezca en ningún momento de bajones de intensidad.

Además, plantea preguntas más que interesantes. ¿Hasta qué punto es lícito hacer humor con TODO? Así, el punto más sensible de la película es su pasaje por el conflicto israelo-palestino. Baron Cohen aprovecha de las ansias de cada comunidad de hacerse eco de su mensaje para dejar en ridículo a ambos. Introduce el humor para relativizar, para igualar a los bandos en la ridiculización. Luego muestra no solo una gran capacidad de trabajo de producción al conseguir una entrevista con un líder terrorista, sino una enorme valentía al plantearle preguntas y sugerencias que en la vida el hombre se hubiera imaginado que le iban a soltar. ¿Consigue algo Baron Cohen a parte de hacernos reir con estos gags trampa? Creo que sí. ¿Es un tema delicado sobre el que no debería hacerse humor? El debate está abierto (o no, que a mi me da igual), pero encontré una ventana abierta que no se había explorado antes.

Al fin y al cabo, Brüno es una película de chistes sobre maricas y nazis. Me sorprendió muy gratamente el enorme número de referencias a, por ejemplo, Hitler y el nazismo, desde la óptica naïf e inocentemente vil de Brüno. Sobre los gays, Baron Cohen coge todos los estereotipos habidos y por haber y los lleva al extremo. Y una vez los ha situado allí, los echa en cara a la gente. Memorable son los segundos de silencio incómodo durante la fogata noctura de los cazadores.

No me apetece recordar aquí los sketches de Brüno. Bueno, miento. Sí me apetece. Pero prefiero que sean ustedes quienes descubran las sorpresas que la película esconde tras cada burrada nueva. Son muchas. Muchísimas. Y la sonrisa vuelve a los labios cada vez que el recuerdo de alguna de ellas vuelve a tu cabeza. Brüno tiene al menos diez momentos antológicos de pura comedia. Pero comedia poco común. De la absolutamente transgresora. De la que se marca a fuego. De la que, en definitiva, solo los grandes pueden llegar a construir.

Y solo un grande como Sacha Baron Cohen puede hacer esa última set-piece, rodeado de amigos antaño poderosos. Cuando escuchen y tarareen la canción, reflexionen. ¿Son los artistas famosos quienes dan prestigio a Baron Cohen, o ha llegado ya el momento en que son ellos quienes salen favorecidos de reunirse con el Último Gran Talento Cómico?



PS. Qué demonios. ¡Recordemos escenas!
Ese test screening gritando ¡Brüno!
La entrevista con el terrorista y la frase: Vuestro Rey Osama es como un Santa Claus mendigo.
Las caras de asco del público de la lucha libre cuando empieza el espectáculo gay de Dave el Hetero.
El traje de Velcro.
Paula Abdul y las sillas humanas mejicanas.
OJ, el niño afroamericano de un país llamado África.
La mamada via medium a Milli, de Milli y Vanilli...