Friday, December 29, 2006

Déjà Vu, de Tony Scott


Algún día será cuestión de ir reconociéndole el mérito a Jerry Bruckheimer, productor de Hollywood que, independientemente que pueda gustar más o menos, deja su sello en todas las producciones que apadrina. Y resulta un sello inconfundible: acción a raudales, montaje adrenalítico, una explosión por página de guión y al menos un par de docenas de helicópteros por película.

Decir Bruckheimer es decir Entertainment.

Luego está Tony Scott, el hermano menos reputado de los Scott, y sin embargo tan poco encasillado como Ridley. Tony Scott es la pareja perfecta de Jerry Bruckheimer: siempre tiene la ración justa y un par de cucharadas más de colores hipersaturados, cámara inquieta y espiral creciente de violencia. Es esta mixtura lo que hace de Deja Vu un film entrañable.

¿Se puede llevar alguien a engaño ante Deja Vu? Difícilmente. ¿Se puede salir decepcionado de la sala? Nunca. ¿Es una obra maestra? No. ¿Es entretenida? Entretenidísima.

Deja Vu es, como casi todo el cine de Bruckheimer, un refrito de diversos géneros servido en caliente. Y Scott es el mejor panadero posible para amasarlo. No se circunscribe a ningún estilo en especial, y pica un poco de todos lados: acción, policíaco, terror, thriller, drama y ciencia ficción tienen cabida en ella. Una historia de amor y sacrificio. Es evidente que no saldrá una masa homogénea, pero sí un pan de aquellos repletos de sésamo, nueves y pasas, que cruje y es tierno a la vez.

Dice una vieja máxima de Hollywood que un buen film debe empezar con un terremoto y luego ir subiendo. La explosión inicial de Deja Vu cumple a rajatabla tal precepto, y como en el inicio de La Jungla 3: Con una venganza, el atentado surge como motor de la historia. En el film de McTiernan, las torres gemelas seguían en pie, y solo habían sufrido un ataque en el 93: el terrorismo era algo anecdótico. Tras el 11-S, con la sociedad norteamericana inmersa en una guerra y paranoica, el panorama que Scott nos muestra es bien distinto. Y si nos encontramos en la Nueva Orleans arrasada por el Katrina, llena de heridas abiertas, el impacto emocional es superior.

Así pues entra en escena un estupendo Denzel Washington (¿cuando no lo es?), en el papel de Denzel Washington interpretando a un detective clásico. Eso es: gabardina, intuición y desplazamientos en tranvía. Denzel Washington interpreta a James Stewart. Denzel aparece para investigar la explosión (él y 600.000 policías más), pero como es especial y tiene un don, descubre algo que otros no han visto. Llevamos 15 minutos de película y tantos planos como agentes investigando el atentado. Así, una de las víctimas no cuadra: parece ser que ha muerto cinco minutos antes de la explosión. Si encuentran al asesino, encontrarán al terrorista.





Cuando uno ya se ha acostumbrado al clásico discurso del noir en las manos videocliperas de Scott, llega un agente federal interpretado por Val Kilmer y le ficha para un grupo especial de investigación. Val Kilmer, desde que ha encontrado el camino para emular a Brando por medio de los kilos, está inmenso (en todos los sentidos de la palabra): sus actuación tiende a la contención, y sin embargo transmite cada vez más, se impregna del personaje. Y eso que aquí solo tiene un cliché, como el gay de Kiss kiss bang bang. Habrá que esperar a que le vuelvan a dar un personaje de entidad. El caso es que el grupo especial está en un sitio muy raro con turbinas y tubos y luces, y la película pasa al terreno de la sci-fi. Los federales tienen la posibilidad de visionar los hechos acontecidos cuatro días y medio antes, y necesitan la intuición (y la gabardina) de Denzel para que les indique dónde deben mirar. Denzel ha quedado fascinado por la chica. Por suerte, una primera explicación nada verosímil (y que podía dañar la credibilidad de la historia, si la tenía) es sustiuida rápidamente por una aún más increible... y que es más fácil de asimilar por el espectador.



Jugamos con el cine dentro del cine, con ver al espectador, con ser mirones de un voyeur, cómplices en la oscuridad de la sala.

Pero a Scott no le interesa mucho ni esto, ni las paradojas temporales, y cualquier rastro de explicación psicológica de los actos de sus protagonistas desaparece ahora. De hecho la explicación científica está sacada directamente de Emett Brown, de Regreso al Futuro (incluso dibujan el mismo diagrama de las lineas temporales alternativas). Jerry Bruckheimer ha entrado en el estudio y no oye suficientes explosiones. Es el momento de las carreras y los tiroteos, de las luces de colores y la fotografía hipergranulada. Se produce una persecución en dos planos temporales que es de lo mejor que se ha rodado este año.

Y aparece Jim Caviezel, en un registro inaudito hasta el momento en el actor, que lo borda. Sin duda (y porque prácticamente lo reconocen en la peli), su personaje se inspira directamente en Timothy McVeigh, el terrorista de Oklahoma.

Las tramas se cierran pero es demasiado pronto, y el film se encauza hacia el más difícil todavía. Denzel ha quedado fascinado por la chica tras observarla durante dos días desde el otro lado del espejo, y existe una posibilidad de salvarla... o no. Entonces se explican diferentes acontecimientos que habían quedado descolgados durante todo el film, y se efectua una relectura de este desde una historia de amor y sacrificio. Claro que en el lenguaje Scott Amor significa colores ocres en la fotografía, roces sobre la piel y miraditas tiernas, y Sacrificio no es más que hemoglobina por doquier.

Resulta difícil intentar estructurar el film sin desvelar ninguno de sus secretos. Tampoco sería un drama desvelarlo, pero es mejor que el espectador se sorprenda de los giros argumentales a medida que lo ve. Pero es necesario destacar ciertos puntos importantes de la película para entenderla en su complejidad/simplicidad.

Deja Vu, y perdonadme el chiste, suena a ya visto. Pero eso no es necesariamente negativo. La banda sonora es sospechosamente similar a la de El Caso Bourne. Las lineas generales del argumento están recogidas desde el Relámpagos de Dean R. Koontz al Vértigo de Hicthcock en su lado más romántico. Denzel Washington interpreta a James Stewart enamorándose de una muerta, intentando que no se repita la historia. Pero la paranoia que Tony Scott plasmó a la perfección en la reivindicable Enemigo Público se reproduce aquí en la máquina que el grupo especial del FBI utiliza para ver el pasado. Es el Estado que todo el ve y todo lo controla, una especie de Gran Hermano aplicado al tiempo y al espacio. Es el Minority Report aplicado al pasado, La ventana indiscreta reconvertida en un escritorio high-tech. No estoy de acuerdo en las comparaciones con Memento: no tienen nada en común. De hecho, si le buscamos una similitud estilística, la encontraremos en Crónica de una muerte anunciada, de García Márquez.

Sería futil preguntarse lo que otros grandes embaucadores hubieran sacado de esta coctelera. Seguramente algo más pretencioso. Esperemos que Brian DePalma se despierte de su dalia negra y vuelva a versionar al viejo Alfred. Dejemos que los que se lo pasan bien haciendo cine, como Tony, nos diviertan con sus cuentos remezclados.

Porque es esta mixtura lo que hace de Deja Vu un film entrañable, decididamente de serie B (de gran presupuesto, pero de serie B), y un paso más en la carrera de Tony Scott por pintar un gran fresco pop ajeno a cualquier moda, capaz de mostrar tanto lo más superficial como lo más profundo de la sociedad actual norteamericana, pero incluyendo siempre, como le gusta a Jerry, al menos un par de docenas de helicópteros.


Sunday, December 24, 2006

El Perfume, de Tom Tykwer



Es difícil profundizar en un sentido tan volátil y a la vez tan poderoso como es el olfato. No he leído la novela El Perfume, de Patrick Suskinf, pero al parecer existe bastante quorum en reconocer que el autor sabe imprimir en el papel la esencia de los olores. ¿Sería capaz el cine, enimentemente audiovisual, en conseguir el mismo efecto?

Tom Tykwer, el director, sabe qué debe hacer para que olamos la pantalla, y lo lleva a cabo sin remilgos.

El Perfume es una película con dos partes claramente diferenciadas.


La primera, con la presencia de un narrador omnisciente, se nos cuenta el nacimiento y juventud de Jean-Baptiste Grenouille. Tykwer decide que, ya que no podemos oler, sí podemos asociar imágenes a olores, con lo que la primera media hora se convierte prácticamente en un pase de diapositivas. Pescados muertos, naranjas en un cesto, pieles erizadas... todo como fotomacrografías, captados de cerca y aumentado, para que nos vengan los recuerdos olfativos. La fotografía, con unos colores adecuados para cada imagen (espléndido Frank Griebe), ayuda en todo momento a que nos transportemos a un mundo que el cine NUNCA ha explotado. Pero una sucesión de fotogramas sería muy dura de sobrellevar más allá de cinco minutos seguidos, y el engranaje de primeros planos de narices puede ser efectivo pero repetitivo. Así que se apuesta por dotarlo de un sentido del humor macabro, negro y muy de agradecer.

Es en esta parte que el personaje del perfumista interpretado por Dustin Hoffman hace su aparición. Interpretación simpática, sí, pero que parece en cierta manera fuera de lugar en una película que lleva el subtítulo Historia de un asesino. Que Hoffman no acaba de encajar en ningún lado, es algo de sobras conocido, pero que su interpretación, aún siendo correcta, acabe como un chiste dentro de la totalidad del relato, es inquietante.




La segunda parte obvia la voz en off, y se centra en las andanzas de Jean Baptiste (un más que correcto Ben Whishaw) en su búsqueda por un olor personal... o lo que es lo mismo, en la búsqueda de su propia identidad. Fuera de toda convención social, Jean Baptiste matará para encontrar algo supremo, algo por encima de la vida y la muerte. Tom Tykwer abandona prácticamente los primerísimos planos de detalle que nos evocan sensaciones para centrarse por fin en una historia concreta. Si bien adopta también un montaje más clásico, de thriller, sin dejar de lado el sentido del humor que hasta ahora había planeado sobre el film, pero matizándolo, haciéndolo menos caricaturesco. En esta parte hay escenas genuinamente terroríficas y propias del fantastique, como el cadáver sumergido entre pétalos, o la aparición de los cuerpos lívidos y rapados.
La némesis de Grenouille es ahora Antoine Richis (Alan Rickman, bien como siempre), el padre de la pelirroja por la que el perfumista suspira para crear el olor perfecto.
La pelirroja, una sosainas que no transmite nada y estropea cada plano en el que aparece, está interpretada por Rachel Hurd-Wood, una actriz que no da para más que el cine gonzo, lugar donde le deseamos el mayor de los éxitos.



El final, ambiguo, nada moralizante, grandguiñolesco y consecuente con la historia, es de aquellos que o gustan o desagradan sin término medio. Personalmente, lo encontré de un valentía inusitada para un film comercial como este. Si bien ya aparecía en la novela original, no es fácil que un film que se estrene en salas para el gran público contenga una propuesta cuanto menso arriesgada.
El Perfume está ambientada en París en su primera parte y en Austria o Alemania o algún rincón de Francia en la segunda (no lo recuerdo, y tampoco importa mucho).
Pero no nos engañemos: El Perfume podría pasar en Barcelona y todos lo aceptaríamos como lo más normal del mundo. Que se haya rodado entre Besalú (el puente y la imponente entrada medieval) y Girona (el call jueu, magnífico) lo convierte en familiar. Que para un barcelonita como yo, en todo el metraje se reconozcan las calles del casco antiguo de la ciudad condal, es impagable. La Plaça Reial donde tiene su perfumería el mayor enemigo de Dustin Hoffman (me niego a llamarle por el nombre de su personaje, siempre será Hoffman), la calle Ferran ennegrecida y repleta de gente, la plaça de la Mercè como un mercado de pescado, el palacete del laberinto de Horta como el hogar de los Richis... Sin duda, se convierten en un atractivo más para el espectador catalán.



Si a ello añadimos que en la parte de ambientación se ha logrado un gran éxito (no parece un film europeo, vamos), y la banda sonora acompaña la historia sin histrionismos, podemos afirmar que El Perfume ha conseguido loq eu se proponía: contarnos la historia de un tipo que se busca a si mismo a través de su mayor don, la capacidad olfativa ilimitada, que a la vez es su perdición.

No hay que buscar más, pero tampoco menos. Lo que tal como está el cine a este lado del Atlántico, no está nada mal.


Saturday, November 25, 2006

Casino Royale, de Martin Campbell

Eres lo que eres.
M


Veinte películas llevaba la saga Bond, todo un icono pop, de patrones reconocidos, pero con evidentes síntomas de agotamiento.
Todos sabemos qué es un film de Bond: primera escena espectacular, títulos de crédito horterokitsch, un villano que pretende dominar/destruir el mundo, tres o cuatro chicas enseñando palmito y persecuciones, tiros, persecuciones, más tiros, esmóking y gadgets a cual más extravagante. Es como pedir un Big Mac o mear después de comer espárragos: ya sabes qué te vas a encontrar.

El mundo cambia, y Bond se queda atrás. Des de su inicio ha habido intentos de crear otro superagente para quitarle la hegemonía, y así nacieron Derek Flint (Flint, con James Coburn), Xander Cage (XXX, con Vin Diesel), Austin Powers (la trilogía de Austin Powers, con Mike Meyers) o Ethan Hunt (Misión Imposible, con Tom Cruise). No cabe decir que por planteamiento, esta última es la que tiene más visos de sobrevivir, pero que estará expuesta siempre a las comparaciones con 007.

Son los demás superespías los que deben preocupar al agente al servicio de su majestad, o es él mismo, que caduca poco a poco? En ese sentido, el film número 20 de la saga supuso un punto y seguido, pero también una advertencia. Ya que no se pudo reunir a todos los actores que se pusieron en la piel de Bond, se optó por homenajear a la serie en si. La película de Tamahori aportaba ciertas ideas visuales desconocidas en la saga, e incluso se atrevía a presentar un Bond sucio, barbudo, herido y torturado en los primeros minutos. Todo el resto era grandilocuente: el palacio de hielo, John Cleese como Q y su coche transparente, o Halle Berry como Jinx, una chica Bond tan dura como él. Pierce Brosnan, que había interpretado un agente algo blando y políticamente correcto, pidió más pasta y Barbara Broccoli se lo ventiló. Tenía planeado hacer un giro. Renovarse o morir.

El baile de nombres fue continuo. Incluso se rumoreó un 007 de joven (¡Richard Grieco otra vez no!). Jude Law y Clive Owen ganaron posiciones. Y apareció Daniel Craig.

No tengo que explicar mucho todos los problemas y obstáculos que se le han puesto al bueno de Craig en la producción de la película. Que si era rubio, que si no era guapo, que si tiene pinta de bruto, que si pierde los dientes en el rodaje, que si la abuela fuma y otras lindezas. James Bond, el original, el de Sean Connery, ha sido para mi un tipo bruto en esmóking, un asesino con una sonrisa, un hijoputa encantador. Ni Lazenby (carapalo) ni Moore (demasiado autoparódico) ni Dalton (demasiado realista) no me convencían. Tenía el presentimiento, y más después de verlo actuar en Munich, que Daniel Craig sería un gran Bond.

Y lo es.


Casino Royale, la primera novela de Ian Fleming sobre el agente secreto más conocido del mundo, había sido adaptada en una ocasión en un infumable producto alucinógeno donde participaron, entre otros, Peter Sellers, Orson Welles, David Niven, Ursula Andress y Woody Allen. En ella se presenta a Bond, y se dan las claves para entenderlo. Si había algun modo de reciclarlo, era con la pieza original, la que lo vio nacer.
Casino Royale es a James Bond lo que Batman Begins fue para el Hombre Murciélago. Un descenso al hombre tras la coraza, la primera incursión en la motivación y la forja del carácter de 007. No es más realista, pero sí más austera. Y no por eso menos efectiva, sino todo lo contrario.

El film se estructura como una larga presentación en tres actos, que va creciendo a medida que avanza el metraje. Espía tosco al principio, impostor de esmóquing en la mitad y agente 007 al final, la evolución es constante. Todo acompaña este nacimiento: desde la actuación de Craig (impecable) a la orquestración (atentos a la escasa inclusión del tema de John Barry, que llega cuando tiene que llegar, como pasó con la marcha imperial en el Episodio III de Star Wars), a la dirección de Martin Campbell.

Sorprende que el rupestre director de la mediocre Golden Eye haya labrado un trabajo tan sutil y físico a la vez. El prólogo, en blanco y negro, ya nos advierte que estamos ante un film diferente al resto. La primera persecución, que no llega hasta después de los créditos (fantásticos, sin la ya ridícula natación de siluetas femeninas) es muy sólida: produce vértigo. Estamos ante un film de espionaje tosco, desnudo de todo glamour, despojado de las características de la saga. Bond suda al correr y se golpea al caer, pero tiene los recursos. Es un diamante en bruto. Estamos más cerca del ciclo Bourne que de las florituras de los Broccoli.
Así vemos a Craig dotarle de una personalidad muy callejera, con un humor muy negro. Ejerce más de detective privado, indagando, siguiendo rastros, discutiendo con M y usando a las mujeres como un medio para llegar al objetivo. Se podrá decir que la parte del aeropuerto es puro relleno, adrenalina que, de ser recortada en la sala de montaje, no hubieramos notado su ausencia. Sin embargo es una aportación más a la deconstrucción bondiana: él es un agente de campo que se enfrenta a trabajo de campo, como atentados terroristas hechos por terroristas comunes. La paranoia post 11-s por fin ha llegado a su mundo de villanos de mentira.

El segundo capítulo es el más arriesgado de todo el film: la parte del casino. Bond está fuera de lugar, en un sitio que no le corresponde por clase, aunque tenga que simularlo. Es el personaje de Versper Lynd (Eva Green) el encargado de hacerle de Pigmalión. Saca tu ego de la ecuación, como dice M, en una frase del soberbio guión de Paul Haggis. Aquí Bond es un impostor, y como tal comete más errores que de costumbre. Martin Campbell acierta de lleno al narrar la partida de póker de forma no lineal. ¡Que el núcleo de un film de Bond le mantenga sentado cara a cara con su enemigo es insólito! Martin rompe la continuidad temporal, y fragmenta las escenas, dosifica la acción y pela los sentimientos del agente 007 como una manzana. El elenco muestra sus cartas, y se nos aparece la que quizá es la película de la saga más dialogada.
James Bond y Vesper Lynd son demasiado parecidos y demasiado diferentes, o al menos eso se desprende de sus diálogos, chispeantes algunos, tristes otros. Eva Green aporta una nota de melancolía al personaje muy profunda, con un rostro bellísimo y una silueta esbelta, que ilumina toda las escenas donde sale. Y si bien tiene unos pechos enormes, condición sine quanon para ser chica Bond, no acaba de parecerlo del todo. Como los demás elementos del film, hay una nota discordante con la tradición. Giancarlo Gianini hace de él mismo, aunque yo pensaba que Hannibal Lecter lo había matado en Florencia. Y Mads Mikkelsen es el Malvado James Blunt con unos kilos de más, aunque en la película se resistan a llamarle Le Chiffre. Como villano, pálido, de ojos macedonios y con tendencia a llorar sangre, ya entra dentro de los parámetros de la saga. Si bien en mi opinión está algo desaprovechado, porque no deja de ser un maloso menor. Con él, Bond se encuentra con la primera paradoja: tiene el doble cero, pero no puede matarle. Lo que no quita que mate, y mucho. Pero le cuesta, no es el pim pam pum de matar como el que pica el billete del autobús. Matar a un hombre es un trabajo duro y costoso, y te destroza los nudillos: la imagen de JB levantándose resoplando con el esmóking manchado completamente de sangre es soberbia. Como también lo es la escena de la tortura, de la que no diré nada más que JB demuestra que el sentido del humor británico no está reñido con la chulería. Prácticamente no hay persecución de coches, por cierto.



Tercer y último acto, sin islas tropicales ni cuevas dentro de volcanes, solo Venecia y una historia de amor. Curiosamente, la parte más deudora de Lazenby, se convierte en la eclosión del verdadero Bond. Todas las piezas dispersas a lo largo del film, todas las notas discordantes, se han ido encajando para formar una melodía, de sobras conocida. Solo la tragedia es capza de interpretar esta partitura. Solo el dolor es capaz de crear un asesino como Bond. Daniel Craig hace crecer a su personaje, le da un aire que es la suma de todos los anteriores. Tiene el sentido del humor de Moore, el amor roto de Lazenby, la dureza implacable de Dalton, el saber estar de Brosnan, y la hijoputería de Connery.
El último plano, absolutamente catártico, es puro Connery. O, quizá mejor, puro Bond... James Bond.

Monday, November 06, 2006

Infiltrados, de Martin Scorsese

Freud dijo que los única gente inmune al psicoanálisis eran los irlandeses.
Colin Sullivan




Me propongo como única regla antes de hablar de una película no haber leído nada sobre ella. Para eso suelo escribir al poco del salir del cine, con la ilusión (o la decepción) intacta, y los recuerdos frescos en la yema de los dedos.

Hace una semana que vi Infiltrados, y he leído de todo y tengo mil opiniones en mi cabeza. Como vendría a decir Scorsese, las reglas son para enviarlas a la mierda.


Ahora es cuando viene la típica cháchara introductoria que todo el mundo debería saltarse. Leedla si os apetece o teneis tiempo o sois mi madre. Si quereis leer la crítica de la película, pasad al párrafo rojo.


Estamos de acuerdo que Martin es bueno. Y que tiene un puñado de peliculones a sus espaldas. Incluso estamos de acuerdo que tiene más de un clásico. Pero comparte con su amigo Spielberg (y el resto de la humanidad) la manía las ansias del reconocimiento popular. ¿Eso es malo? No necesariamente, pero uno no debe abandonar nunca sus señas de identidad para llegar a tal fin. Y Martin (como el Spielberg de los noventa) lo ha hecho con demasiada frecuencia.


Quizá es porque sus buenos films nunca le han dado lo que busca, y ha intentado dar lo que cree que se espera de él, que la carrera de Martin se puede tachar en los últimos años de irregular. El viejo tópico de a más dinero, peor film, se cumple casi a rajatabla. No del todo, porque es un buen director, y siempre deja un poso, pero resulta evidente que el penúltimo intento de realizar la Gran Película Americana fue el Gran Fiasco Soporífero llamado Gangs of New York. Ese intento de mezclar su tema predilecto (el camorreo, el barrio y el diálogo de los puños) con una supuesta disertación histórica sobre los orígenes de USA, devenía en un tedio insufrible de espantosa duración, al que le saltaban las costuras por todos lados y que tenía momentos de auténtico rubor ajeno. Ni siquiera Daniel Day Lewis, al que podría haber sustituido un muñeco de guiñol, quedaba digno entre el niñato DiCaprio (al parecer no se ahogó con el Titanic) o Cameron Noséquédiablospintoaquí Díaz. No he visto El aviador (ganas no me faltan), pero intuyo por dónde van los tiros, en su carrera por tener el óscar cuanto antes (eso es lo que cualquier crítico que se precie debe hacer: rajar por intuición, como un servidor, y quedarse tan ancho).

Lo que da rabia es cuando uno empieza a escuchar ha vuelto Scorsese ha vuelto Scorsese en los primeros pases del film por diversos festivales del mundo. ¿Qué Scorsese ha vuelto? ¿Puede el remake de una película de Hong Kong (que no he visto) ser el gran regreso del tito Martin?

Infiltrados es un magnífico juego de espejos, tanto delante como detrás de la cámara.

No engaña a nadie Scorsese tiene un alumno aventajado, como es Quentin Tarantino. QT ha bebido de diferentes fuentes, sí, pero la fuerza de sus personajes criminales procede del director de Taxi Driver. QT ha originado una nueva corriente, basada en diálogos poderosos e impacto visual de la violencia, donde emmarcamos directores correctos (el Guy Ritchie de la simpática Snatch, o el Paul McGuigan de la reivindicable El caso Slevin), o una mayoría de mediocres réplicas que se quedan en los putajodermecagoentusmuertos y en los disparos contorsionando la muñeca. Martin se quita la espina que hacía tiempo que llevaba clavada y recupera la mordacidad en el guión, acercándolo a la estela de Quentin. Como los buenos jedis, maestro y padawan aprenden el uno del otro.

Quién iba a decir que William Monahan, escritor de la fallida El Reino de los Cielos, tendría el pulso necesario para explicar una historia tan scorsesiana como el mundo del hampa y la policía en la ciudad, el honor, la familia, la lealtad y la identidad. Y quién iba a decir que se llevaría el gato al agua con algunas de las lineas más rápidas de los últimos años. Los protagonistas hablan como posesos, hablan de todo, hablan para comunicarse y hablan para herirse. Y lo hacen a una velocidad endiablada.

Tenemos una historia tan Tarantiniana que Scorsese se siente cómodo en ella. Tenemos los diálogos. Tenemos el conflicto. Scorsese tiene el talento para mezclarlo en su coctelera y servirlo al espectador.

A estas alturas no desvelaremos el argumento de la película, por dos razones. Una es que si estais leyendo esta crítica (y habeis llegado hasta aquí) es que la habeis visto o ya sabeis de qué va. La segunda es que no soporto las críticas que solo explican la sinopsis. Por encima, un niño criado por un mafioso y un chaval criado en una familia de mala muerte ingresan en la policía de Boston. El primero ascenderá rápido y servirá al mafioso para informarle de todos los progresos de la investigación en su contra. El segundo será infiltrado en la banda para inculpar al capo. Ambos no se conocen, pero tienen más en común de lo que parece a simple vista.

Como decía antes, Infiltrados es un juego de espejos.

Sullivan, el personaje de Damon (que ya no parece el actor porno gay de sus orígenes) es un tipo listo, elegante, con recursos y carisma, que no dudará en pisar a quien sea para llegar a lo más alto. Es un infiltrado que simula ser quien no es desde pequeño, lo que no le trae ningún remordimiento.

En el cristal del espejo está el capo interpretado por Jack Nicholson, Costello, un hombre malo, maquiavélico, capaz de regar una planta durante años para sacar sus frutos al final, como hace con Sullivan. Pero también de confiar en un recién llegado como Costigan.

Costigan es el personaje de Leonardo DiCaprio. Un pobre chico que se ve empujado al fango de donde salió por su propio esfuerzo, para atrapar a Costello. No le resulta sencillo, y verá como su vida y su identidad penden de un hilo.

La cara de uno es el reverso del otro. Scorsese nos lo muestra en un montaje espléndido, donde casi cada escena de Sullivan tiene su contrapeso en una de Costigan, dejando la balanza en un equilibrio casi perfecto. Como con los vasos comunicantes, cuando a uno le va bien, al otro le va mal, cuando uno sube el otro baja, cuando tú vas, yo vuelvo de allí. El cielo y el infierno en fila de uno. Incluso cabe el detalle que el apellido Costigan (DiCaprio) es una suma de Costello y Sullivan.

Por ese mismo camino nos viene el principal fallo del film: ella. Madolyn (Vera Farmiga), la rubia amante de los dos policías, falla en todos los sentidos. Su personaje, una especie de Cameron Díaz en Gangs of New York, sobra. No tiene sentido que sea bisagra, porque ya está ahí Nicholson. Sus escenas no tienen suficiente fuerza dramática ni sus reacciones son coherentes. De las dos horas y media de película, si se hubiera amputado las partes de su personaje (no físicamente, pobrecilla, en la sala de montaje), quedaría en dos horas perfectas, sin fisuras.

Y vamos a lo que vamos.

Martin sabe lo que se hace, y en este film se luce. Desde el inicio sabemos que no ha perdido el olfato musical (volvemos a la retroalimentación Tarantino), con ese ya clásico en su filmografía Gimme Shelter de los Stones. Usa las canciones para componer paisajes, definir personajes, ambientar escenas o crear emociones: las inicia o corta a voluntad, las inmiscuye como un personaje más, conforman el ritmo del film. Un ritmo violento, asincopado, formado por los flashbacks del inicio, que nos meten en la historia, o punteado con las bruscas irrupciones de pantallazos explicativos (pero no sobrantes). Scorsese nos menea de aquí para allá, nos abre puertas, nos salpica con la sangre. No sabes por dónde avanzará la historia (si no has visto el original Internal Affairs, como yo), ni qué giros tomará. Puedes preveer algunas situaciones, sobretodo cuando determinados personajes cruciales desaparecen durante parte del metraje (y sabes que volverán para finiquitar algunas tramas). La violencia es el motor esencial del film, junto la familia (en su acepción más amplia), las reglas del juego y el honor. Todo eso une a los personajes como una especie de cola de impacto, y hace que cualquier vibración o fisura en una parte se resienta en todos y cada uno de ellos.

Por fortuna, los actores han crecido. Han pasado los años en que DiCaprio solo era un niñato portada del Superpop. La joven promesa del cine independiente que aparecía en A quién ama Gilbert Grape o Diario de un Rebelde. El chico con cara de niño que se ahogaba en el hundimiento del Titanic. El “ojo que yo tambien puedo ser Johny Depp” de la madurez cinematográfica. Sus facciones se han endurecido y, como ya hizo Brad Pitt en su momento, no necesita ir de guapo para resultar atractrivo, su rostro ha ganado en expresividad y dureza. Su actuación, física y primaria, aprendida tanto del DeNiro de los buenos tiempos como del Joe Pesci de siempre, es impecable. De hecho, Pesci es el reflejo en el que se inspira el personaje de Costigan para introducirse en la banda de Costello, con esos accesos de violencia explosiva como el del bar donde conoce al francés. Gran interpretación como asesino hijoputa pero de fiar de Ray Winstone, por otra parte. Damon ofrece solvencia, una vez se ha librado de la sombra de Ben Affleck. Los dos actores se parecen físicamente, lo que es aprovechado por Scorsese para remarcar el carácter de espejo del film, perfectamente resumido en la magistral escena de persecución tras la salida del cine. Los dos actores vestidos igual, parecidos, uno tras otro, otro tras uno, en un juego de luces sombras digno de El Tercer Hombre.

No tan bueno me parece Nicholson, recluido en sus histrionismos, que aprovecha cualquier ocasión para sacar a relucir. Si la parte de la imitación de la rata, a mi parecer absolutamente fuera de lugar y del personaje, la hubiera hecho Jim Carrey, el primer fin de semana habría sido ingresado en una clínica con politraumatismos craneoencefálicos. La megalomanía de su personaje (que por lo visto fue acentuada en el guión por el mismo actor), vista en las escenas orgiásticas y de ópera, flaquea algo en un personaje exagerado, demasiado exagerado, para un plantel tan contenido.

Martin Sheen (doblado penosamente por el abuelo de Médico de familia) forma un tándem magnífico con Mark Walhberg: el cerebral y el impusilvo (espejos, espejos, espejos), capaces de hablar con Costello mientras le tienden una trampa, o de sacrificarse por Costigan, al que saben que han dejado a merced del hampa. El personaje de Alec Baldwin, un jefe que se cree que lo sabe todo y que va de lumbrera por la vida, cuando en realidad todo el mundo se la da con queso, aporta un toque de distensión al conjunto. Memorable la escena en la que abronca al que ha colocado las cámaras en una reunión de Costello.

Scorsese nos ofrece con Infiltrados momentos de auténtico cine. Escenas como la del cónclave de Costello con los chinos, que van a apareciendo poco a poco tras columnatas, o como el diálogo entre dos delincuentes de poca monta sobre quién es policía y quién no, cuando sale Costigan y le dicen: tú eres policía. Escenas como el flashback de la cárcel, donde DiCaprio hace de DeNiro en El cabo del miedo (otro gran remake de Scorsese), los asesinatos del francés, la ejecución en el aeropuerto, la tortura al brazo roto de Costigan, la rellamada al movil del infiltrado, el perro evitando a Sullivan, o ese penúltimo tramo a la salida del ascensor. Todo, con canciones irlandesas enmarcando la historia, en un Scorsese de los grandes.

No podemos decir que Scorsese ha vuelto. En todo caso, Scorsese ha aprendido que debe ser él mismo. A ser leal a su carácter y su talento. Y si para eso debe ser el reflejo de los que se han reflejado en él, bienvenido sea.



Friday, October 06, 2006

Serpientes en un avión, de David R. Ellis


Ring, ring, ring...
-New Line Cinema, buenas tardes.
-Hola, me ponga con el productor.
-De parte de...
-De David Erre Ellis.
-¿Y usted es?
-Erre Ellis, el director de Cellullar y Destino Final 2.
(...)
-¿Dave?
-¿Me has llamado?
-Sí, quería comentarte una cosilla.
-¿Hay algo para mi?
-Sí, sí, un proyectillo que corre por aquí, que tiene buena pinta.
-Perfecto, porque debo seis meses del alquiler de mi apartamento.
-Pues nos vamos a forrar, David.
-¿Qué me dices?
-Que nos vamos a forrar.
-¿Voy a dirigir el Hobbitt? ¿Ha muerto Peter Jackson?
-No, no, estamos en ello.
-Soy todo oidos.
-Mira, tengo aquí el guión de dos chavales... espera... un tal John Heffernan y Sebastian Gutierrez, que lo tiene todito todo para triunfar.
-¿Y de qué va?
-Es rápido de explicar. Un chaval ve como un mafioso chungo mata a un fiscal y tendrá que declarar en su contra.
-Qué original!
-¿Verdad que sí? Pues agárrate que vienen curvas. Todo esto pasa muy lejos de donde se está juzgando al mafioso, y se lo tienen que llevar en avión.
-Pero si lo están juzgando, ¿Cómo ha matado al fiscal tan lejos de allí?
-¿Qué? Ah, sí, bueno, eso ya lo arreglaremos en la sala de montaje. Pues se lo tienen que llevar y lo meten en un avión comercial. ¡Y el mafioso planea matarlo dentro del avión!
-Bueno, jefe, no te molestes, pero lo de original era un sarcasmo.
-¿Un qué?
-Que esto ya lo he visto antes. El público va a saber lo que ocurrirá de antemano. Si hasta Demi Moore protagonizó una así.
-No, no, no, espera. Esto es lo mejor: para que no se sepa que ha sido el mafioso el que lo ha matado, el malo de marras llenará el avión de serpientes para que maten a todo el mundo y se estrelle el aparato!
-¡LAPUTA!
-Eso pensé yo, pero estaba ocupada para esta noche.
-A ver, jefe, si me aclaro. ¿Cuánto dinero vamos a tener para esto?
-El que quieras. Esto es una obra de arte, una maravilla, el puto novamás. No voy a escatimar en recursos. Incluso los de márketing me han dicho que ya tienen una campaña por internet.
-¿Ya? Pero si aún quedará un añito largo para el estreno...
-Pues ya están dándole que te pego por la red.
-¿Y cómo la anuncian? ¿Ya hay título?
-Bueno, teníamos algunos sobre la mesa... Coacción en el aire, Ofidio Mortal, El veneno de la justícia...
-¿Y cual es?
-Serpientes en el avión.
-Es muy gráfico.
-Sí.
-Lo que no acabo de entender es... ¿cómo lleno una hora y media con ese argumento?
-Argumento... espera... sí... mira, hemos fichado a una estrella.
-¿Jason Statham?
-No, el negro ese de la guerra de las galaxias.
-¿El jedi lila?
-Ese.
-¿Y de qué hará?
-De poli.

-¿Qué poli?
-Sí... un tío del efebeí muy duro, pasado de vueltas, como los héroes clásicos. Es el que encuentra al chaval y el que le mantiene en vida, enfrentándose a los bichos, manteniendo la calma en el avión...
-¿No pedirá mucho?
-Ya te he dicho que no escatimo en gastos. Además, Redbull y Playstation están interesados en pagar un buen fajo con tal que los saques a menudo en pantalla.
-Ningún problema, si habla con mi mujer, verá que me vendo barato. O sea que, tenemos al negro de la guerra de las galaxias y un avión con serpientes. ¿qué registro quiere? ¿un thriller de acción? ¿una de juicios? ¿una comedia? ¿una de esas que al final todos están muertos desde que entraron en el avión?
-Ná, ná, ná. Una peli de catástrofes, de esas clásicas.
-¿El coloso en llamas? ¿Aeropuerto?
-No, por Dios. Aterriza como puedas es un buen modelo.
-Sí, yo tambien creo que es un ejemplo de narración. Pero para eso necesito un buen puñado de secundarios.
-Tranqui, que hemos engañado a unos veinte actorzuelos para que participen.
-Eso está bien. ¿Alguna otra cara conocida?
-Bueno, conocida no, pero mona sí. Hay una chica española muy rubia y bastante buenorra. Si buscas su nombre en el google por imágenes verás que es una futura Penélope Cruz.
-¿Cómo se llama?
-Elsa Pataky.
-¿Y de qué hará?
-Es hispana. Hará de mejicana con un bebé en un poncho muy religiosa.
-Eso está bien. La semana pasada estuve en España y lo cocinaban todo con aceite de oliva. Eso podríamos meterlo tambien.
-Sí, puede entrar.
-¿Alguien más?
-Déjame ver... tenemos a unos cuantos negros gordos graciosos...
-Esos llamarán hermano al jedi.
-Sí. Tenemos otro negro rapero guaperas... tenemos a la ganadora del concurso de dobles de Heather Graham de Michigan... a una pareja hawaiana...
-¿Hawaianos?
-Sí, sí, sí. Todo empieza en Hawai, que nos hacen descuento el Kon Tiki Klub.
-Bien.
-Pues eso, unos hawaianos fogosos, un tipo insufrible, el perro de Paris Hilton, un mamarracho que se parece a Ben Chaplin, un par de pilotos, un tío del efebeí descartado de la última de Bruckeheimer, un freakie que entienda de serpientes...
-Vale, me hago a la idea. ¿Cuanto quieres que duren?
-Lo suficiente para enseñar las tetas. Quiero sexo encubierto. No quiero que me la prohiban a menores, pero quiero que los chavales tengan algo que llevarse al baño después. Quiero tetas, y bikinis.
-¿Y las serpientes?
-Todas las posibles. De todos los tamaños.
-¿Pero no se quedan quietas en sus terrarios, enrolladas sobre si mismas?
-Habrá que llamar al cazacocodrilos, que las agite un poco.
-Creo que murió el otro día.
-Mierda, siempre se van los mejores.
-Pero por ordenador podemos hacer creer que son muy violentas.
-Sí, me gusta. Pues quiero serpientes de muchos colores, de cascabel, cobras, de esas que tienen la cabeza tan rara como dinosaurios.
-Como Jurassic Park.
-¡Ahí! Quiero escenas de tensión como las de Jurassic Park, pero con serpientes.
-¿En un avión?
-Serpientes en un avión, eso es. Y que muerdan pezones, y que se coman los penes de los que vayan a mear, y que entran por las bocas y salgan por los ojos...
-Jefe, jefe, jefe... eso es un poco violento.
-No, chacho, no. Hazlo con gracia, que sé que sabes.
-Vale. ¿El testigo es alguien conocido?
-Sí, el hijo de mi cuñada.
-Popular, me refiero a popular.
-Ah, no, ni lo será. Es más feo que pegarle a un padre.
-¿Entonces lo puedo matar?
-Bueno... haz lo que quieras.
-¿Pero tiene que testificar o qué?
-¿Testificar?
-En el juicio. Por lo del mafioso...
-Olvida el juicio y céntrate en las serpientes. Y en que muera mucha gente. Y que el jedi negro mole mucho. Eso a los chavales les gusta. Ycuando algo les gusta, gastan más.
-Ok, jefe. ¿cuando paso a por el cheque?
-Le diré a Suzanne que te lo tenga preparado.
-Ok, jefe, mañana mismo me acerco.
-Venga, no tardes, que esto va a ser una bomba.
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Friday, September 29, 2006

Salvador, de Manuel Huerga

Es imposible ser objetivo con una película como Salvador. Por todo lo que conlleva una historia con una carga histórica tan cercana, por la forma con la que está contada, por el salto que representa que una película así se haya llevado a cabo en una cinematografía tan endeble como la catalana.

Quién más quién menos conoce la historia de Salvador Puig Antich, ya sea porque ha oído hablar de él en casa (entre los que me cuento), ha visto el magnífico documental de TV3 incluido en el programa Dies de transició (entre los que también me cuento) o ha leído algunos de los libros que se le han dedicado (entre los que no me cuento). En ese sentido, es un riesgo abordar el caso tanto por su conocimiento popular, como por el prisma con el que se reflejará en pantalla.

Catalunya no es un país donde podamos presumir de peliculazas. Que Ventura Pons sea su máximo exponente no dice mucho sobre la variedad ni la comercialidad. Que las películas que se produzcan giren alrededor de treintañeros con problemas de identidad en una gran ciudad, no es demasiado halagüeño. No son malas películas. Lo malo es que es lo único que hay.

Así, cuando se anunció el rodaje de un film basado en la vida y ejecución de Salvador Puig Antich… que no sería documental, una brizna de esperanza se abrió paso. ¿Ha llegado el momento de recuperar nuestra historia des de la más pura concepción cinematográfica? ¿Vamos a dejar de llevar a la pantalla una y otra vez los asépticos cuentos de Quim Monzó? ¿Vamos a mojarnos? ¿Vamos a hacerlo bien?

La elección de Daniel Brühl como Salvador era, a priori, acertada. De madre catalana, su parecido físico con el anarquista es notable. El resto del cásting, con Sbaraglia o Tristán Ulloa, prometedor.

¿Qué había que temer? La demagogia. Que la película se convirtiera en un panegírico de Salvador Puig Antich, que politizara demasiado y derrotara por un sentimentalismo barato.

Afortunadamente, Manuel Huerga ha conseguido todo lo contrario.

Salvador es magistral.

La película de Huerga tiene dos partes diferenciadas, que cuentan con dos referentes cinematográficos de primer orden.

La primera, que nos cuenta la carrera de Salvador como militante del MIL, bebe directamente del Munich de Spielberg. Es un film de atracos, ambientado en los setenta, cuando los polis de la secreta parecían polis de la secreta, y los atracadores tenían cierto glamour revolucionario que les hacía creer que era todo un juego. La recreación de la época es excelente. Los coches están cascaos, los pisos son pringosos, los peinados, las gafotas, las barbas pobladas, los bares con olor a café tostado, todo tan alejado de puesta en escena tan limpia de Cuéntame. Huerga no se está por tonterías y, como si fuera Oliver Stone, introduce dibujos animados sobre las imágenes, distorsiona la luz, convierte pasajes en blanco y negro… siempre al servicio de la historia. Pero al revés que en Munich, aquí el protagonista no es el líder. Daniel Brühl no ejerce de Eric Bana. Salvador es un mindundi, un criajo con ganas de liarla, pero que acaba conduciendo el coche en los palos. Es casi un secundario, el último eslabón de un grupo en permanente crisis. La película no profundiza en las ideas del MIL, ni falta que hace. Solo esboza detalles, porque en realidad su historia no es lo importante.

La segunda parte es deudora de Pena de Muerte con Tim Robbins. Al igual que el personaje de Sean Penn, Salvador no es inocente. Es alguien que se dejó llevar y que cometió un error. Al igual que el personaje de Sean Penn, Salvador no tendrá el derecho de rectificar, de corregir, de crecer. La segunda parte es un alegato a favor de la vida y del diálogo, de descubrir que las personas somos lo que somos, no lo que nos quieren vender, y que tenemos derecho a equivocarnos. El personaje de Sbaraglia, como carcelero, es introducido quizá demasiado forzado, con calzador. Se le ve venir a la legua, pero eso al final tampoco le quita emoción. Ese celador es solo una metáfora de la sociedad española: en una época donde la masa no se cuestionaba al líder, donde se vivía en un orden inamovible, la historia de Salvador llegó a conmover conciencias. La injusticia de un régimen que se moría, y que se llevaba consigo a la tumba a quien se pusiera por delante, queda representada en el tipo de Sbaraglia. Su primera aparición (¡en español!), con el uniforme y sin cuestionarse nada. Luego en el bar, que demuestra que sus ideales no son más que los de cualquiera (no se puede ir matando gente por ahí), y que ya le va bien que Franco esté donde esté. Para ir luego conociendo a Salvador (brillante el momento en que murmura “lástima”, junto a un compañero, en su garita), y despojarse del uniforme poco a poco, en esa partida de baloncesto que mantienen en el encierro. Ese es el cambio que Salvador ejerce en el país, representado a pequeña escala por un celador. Este hemisferio de la película, más lúgubre, más tenso, más duro, nos conduce al clímax. Un final como pocos haya visto en una sala de cine.

Es difícil empezar a alabar Salvador por algún lado. Todo en ella me parece redondo. La música de Lluís Llach (un cantante que no soporto) es perfecta. Encaja en la imágenes y realza las escenas, para llegar a esa versión final del “I si canto trist” que pone los pelos de punta a cualquiera.

Las actuaciones son soberbias. Empezando por el esfuerzo que debe haber suspuesto a Tristán Ulloa o Leonor Watling actuar (y bien) en catalán, siguiendo por toda una retahíla de actores a los que estamos acostumbrados a ver en el Ventdelplà o El Cor de la ciutat, y que aquí se mimetizan en sus personajes. Las hermanas de Salvador, con Bea Segura al frente y la sorpresa que representa la pequeña Andrea Ros.

Sin embargo, hay alguien que destaca por encima de todos: Daniel Brühl, que se convierte en Salvador Puig Antich. Esa mirada en el patio de la cárcel, mientras está sentado, con una media sonrisa en la boca. O cuando ve el garrote, frente a frente, y se desmorona por primera vez. Quina putada.

Una vez pasada la impresión tras salir de la sala, el recuerdo se llena de imágenes. Las escenas vuelven una y otra vez, con una fuerza enorme. La primera escena, plasmada desde dos puntos de vista, que sirve de separador para las dos partes. La acción de la primera, que incluye manifestaciones contra los grises (portentoso Joel Joan), con el ataque de estos a caballo, el primer atraco entre ataques de risa (lo que demuestra que era más un juego que un asunto serio), los primeros apuros tras herir a un cajero y salir de un tiroteo con la policía (con un montaje blindado), la detención en la frontera francesa, el disfraz de Salvador para ir a ver a su hermana pequeña (mai no m’atraparan)… El drama de la segunda, con el padre siempre mirando la televisión, sabiendo que la muerte pasó de largo de él para cebarse en su hijo. La lucha del abogado para sacar el caso adelante. La muerte de Carrero Blanco (esa bomba me ha matado a mi) o el tiroteo contra el consulado español en el sur de Francia, símbolo de la impotencia de un grupo que acaba sentado llorando en un puente, porque no sabe hacer nada más.

Pero hay algo que sobresale por encima de todo eso. ¿Cómo se iba a afrontar la ejecución? Es algo que todos sabíamos que iba a ocurrir, pero… ¿Cómo se mostraría? Manuel Huerga ha optado por afrontarlo con valentía, que al fin y al cabo esta película es una condena a la pena de muerte. No se ha andado con elipsis, sino que nos ha mostrado (algunos dirán que recreado, con lo que no estoy de acuerdo) las últimas horas de la vida de Salvador, y la agonía de su muerte.

La media hora final de Salvador es de pura conmoción. No recordaba tanto sufrimiento en un cine como con esta película. Esa noche, con el anarquista (que no es un santo, pero no se merece ese final) manteniendo la esperanza, pasando las horas junto a sus hermanas, preguntándole al carcelero si no tiene sueño. Esa mirada del abogado al girarse, sabiendo que ha mentido al decir que no todo está perdido, ese dolor incontenido del personaje de Sbaraglia, la cobardia de los militares que no pueden mirar a la cara al reo. Y cuando le llevan, en primerísimo plano, delante del garrote, y exclama “quina putada” al verse muerto ahí, en un almacén delante de unas cajas, sin dignidad, venga que esto lo terminaremos rápido. La película logra sobrecoger de tal manera que es imposible no sentir ganas de gritar, aunque en ese momento la voz salga en un hilo. La cámara pivotando alrededor de Salvador mientras muere, de la forma más cruel, y nos hace testigos de la verdadera cara del régimen franquista.

Salvador debería proyectarse en todos los colegios. Un film que empieza con un brío capaz de atrapar al público más joven, le podrá quitar la venda de los ojos en su tramo final. Una venda que el franquismo se encargó de colocar en la mirada de Puig Antich en el momento de su muerte, y que sigue ahí, tantos años, tan bien anudada.

Munich, de Steven Spielberg


A lo que voy, Spielberg es uno de los directores más valientes que hay en el reciente panorama cinematográfico. Lo tiene todo: dinero, fama, reconocimiento, una carrera más que aceptable... con lo cual sería muy pero que muy fácil para él acomodarse. Hacer su películita al año, algunas más buenas, algunas más mediocres, y vivir de las rentas. Al fin y al cabo, hay gente respetabilidísima en este mundo que hace eso.

Pero Spielberg está en el momento más maduro de su carrera. El Spielberg que no hace puro entretenimiento como en sus inicios, sin más, ni el que intenta ser reconocido tocando temas serios (la lista, el color púrpura o amistad). Steve ha estado buscando y ha ido encontrando el equilibrio en su cine, llegando a un término medio, a un cine concebido como espéctaculo pero que no olvida la reflexión sobre el mundo en que vivimos.

Si en Minority Report se usaba el cine negro en clave futurista para hablar del recorte de libertades en USA tras el ataque a las torres gemelas, o en La guerra de los mundos se abordaba el miedo a los ataques en plena sociedad estadounidense desde la fantasía bélico-alienígena, Spielberg se ha quitado el esparadrapo de la boca y ha dado su opinión sobre el gravísimo (y por desgracia muy candente) problema de Oriente Medio.

Porque creo que Munich es un discurso valiente, sincero, y abierto por parte de Spielberg. Porque es una advertencia a TODOS, un grito en medio del caos, pidiendo que cesen las agresiones de todos los bandos. Y es que si alguien tan popular como Spielberg, que viviría muy bien alejado de la polémica, que no necesita mojarse (y menos después de la imagen de santidad hebrea tras la lista de schindler), alguien que, por su condición de icono del cine, aprovecha su proyección para lanzar un mensaje de paz (personal, porque es su opinión, pero es compartida por mucha gente), no puede uno más que quitarse el sombrero. Su valentía, aquí, es incuestionable.

Si, además, Spielberg realiza una película excelente, con una calidad cinematográfica muy por encima de lo que vemos en las salas ahora mismo, miel sobre hojuelas.

Repito mucho su nombre, Spielberg, spielberg, spielberg. Pero es que su personalidad es tan notoria, tan marcada, que no hay duda alguna que esta película le pertenece al 100%. Pero lo bueno es que el tipo sigue aprendiendo, y sigue perfeccionándose. Todos sabemos sus tics, sus defectos y sus virtudes. Pero a medida que Stevie sigue rodando, sigue creciendo, sigue probando nuevas cosas, sigue haciendo más y más ancho su cine. Reconociéndole perfectamente en cada plano del film, ¿alguien se atrevería a decir que Spielberg podría haber rodado este mismo film en el 92, después de La última Cruzada?

A medida que su discurso se vuelve más marcado, su cine se va volviendo más oscuro. Pero ya no es el terror de un tiburón acechando a cuatro turistas. Es la crudeza de la realidad. Spielberg ha ganado en realidad. Desde los tiros (rodados prácticamente todos a bocajarro, sin reparar en sangre), a las escenas de acción (el asalto en Beirut, con los agentes del mossad travestidos, es magistral), pasando por las escenas más íntimas (Avner y su esposa haciendo el amor, ella embarazada, en un plano que el director NUNCA hubiera hecho antes). Es todo REAL, pero con un halo de irrealidad que parece haber heredado de gente como Lynch o los hermanos Coen (esa sensación que algo no va bien, esos pequeños detalles que rompen la monotonía de la vida cotidiana). Por otro lado, quien tenga alguna duda que maneja el suspense como pocos, que levante la mano, porque escenas como la de la explosión abortada por el regreso de la hija del palestino son, sin más, de una perfección abrumadora.

Que la película tambien tiene defectos, sí, aunque menos de los que nos tenía acostumbrados el maestro en sus últimos films. Quiero decir, su exceso de metraje (que lo tiene, demasiado), no se ve esta vez jodido por finales edulcorados metidos con calzador. Es más, creo que el final de Munich es coherente con la película, y el plano final de las torres gemelas, con el cartel sobreimpreso en que se dice que los terroristas murieron en 1979 (con lo que se da a entender que esto no tiene fin, si uno no es tonto o amnésico y tiene presentes los ataques de septiembre de 2001) es harto significativo.

La parte del Papá podría haberse acortado (no sobra, pero en beneficio a la agilidad de la narración, es un tanto lastre).

La elección de actores no puede haber sido mejor. Eric Bana demuestra que un actorazo, de los mejores de su generación, y que se atreve con lo que le echen (incluso con un gorro que le queda fatal) y se sale con la suya. Daniel Craig se acaba de confirmar como nuevo Bond, para mi. Su interpretación, que me ha recordado muchísimo a Steve McQueen, es soberbia. Geoffrey Rush, Mathieu Kassovitz, y los demás, están a la altura.

De John Williams, agradecer que acompañe lo justo al film, y no se haga protagonista con la música. Si os dais cuenta, la mayoría de los asesinatos tienen sonido "real", sin banda sonora, lo que es un gran acierto.

Del director de fotografía, Kaminsky, decir que es tan importante en los últimos años para Spielberg como lo ha sido siempre Williams, y se acopla con él a la perfección. Gran trabajo de ambientación en
la Europa de los setenta, con un aire a película de espías impecable.

Y, sobretodo, escenas, momentos, que se graban en la cabeza. Spielberg es un prodigio en fotografia momentos. La explosión en el hotel y el cacho de brazo colgando del ventilador. Los dos "enemigos" hablando en la escalera, mientras suena Al Green en la radio (tras una discusión silenciosa, física, sobre la música a escuchar, en la que se impone un pacto). La paranoia de Avner en su piso, buscando todo lo que él ha hecho para matar, y escondiéndose en el armario. O la escena favorita de Sinclair: el primer asesinato, con Avner y el juguetista temblando al disparar al palestino, y este cayendo sobre un charco de leche, que se mezcla con la sangre.

Stevie, sigues siendo el puto amo.

Sunday, September 10, 2006

Corrupción en Miami (2006)



Empieza la proyección, y no hay flamencos volando, ni colores chillones, ni náuticas sin calcetines. Afortunadamente, porque a cualquiera que lleve zapatos sin calcetines le deberían amputar los pies por los tobillos y hacerle bailar en un barreño lleno de vinagre.

Corrupción en Miami, la película, es diferente, porque el mundo también lo es.

De hecho, resulta casi inútil realizar comparaciones entre la serie de televisión y la película que se ha estrenado. La primera tenía a Michael Mann como productor ejecutivo, a dos policías más chulos que nadie que conducían los coches más caros y se cepillaban a las chicas más guapas. Vale, eso queda. Michael Mann está ahí, pero con veinte años más de experiencia. Y Sony Crockett y Ricardo Tubbs también, pero no.

Porque desde los ochenta, campo abonado para el kitsch televisivo y los cocodrilos domésticos, Miami Vice no se ha llegado a ir del todo. La MTV se encargó de mantener en vida en los noventa, y los videojuegos de mantener el mito en el nuevo siglo. El Vice City de la Play es el auténtico heredero de los chicos del teniente Castillo.

¿Qué sentido tenía entonces retomar para la gran pantalla la primera serie auténticamente cinematográfica de la pequeña? ¿Y cómo se podía hacer sin caer en el ridículo o en la autoparodia? No están tan lejanos los ejemplos de Los Ángeles de Charlie o Starky y Hutch, series que si bien no tenían la pretenciosidad de Corrupción en Miami, no se merecían tampoco el subproducto de McQ o la payasada (divertida, pero olvidable) de Ben Stiller y Owen Wilson. Solo el nombre de Michael Mann hacía presagiar que no caeríamos en el bochorno de ver a dos mozalbetes luchar contra un capo mafioso con artilugios robados al inspector Gadget, mientras se benefician a la ya crecidita Sophie.

Y la carrera de Michael Mann ha llegado al punto de conseguir rehacer su propio producto y darle un sello diferente, reconocible, pero nuevo. Una evolución lógica en una carrera marcada por la búsqueda de la depuración, de la simplicidad de lo épico, de la naturalidad de lo artificioso, a través de la experimentación. Un salto que se inició con Heat, para limpiar las aristas de un auténtico género negro en Collateral. Ambos films transitaban en la frontera del bien y el mal, en la ambigüedad de las acciones de sus protagonistas, donde la catadura moral de cada cual no se juzga por un código penal, sino por sus acciones. Mann es el marionetista de protagonistas que no son héroes, pero tampoco malvados, aunque siempre hay alguien aún más malo esperando junto a un contenedor de descarga en el puerto. Mann ha apostado fuerte por las cámaras digitales para filmar, lo cual le permite dotar de mayor verismo a las imágenes, y salvaguardar así ciertos elementos de la historia de ser criticados por hiperbólicos.

Porque no jodamos, Michael, que todos sabemos que los policías de Miami, por muy antivicio que sean, ni llevan ferraris a 300 por la autopista, ni saben pilotar aviones, ni disparar cacharros que dejan el armamento pesado de Aliens el regreso en inofensivas pistolas de agua, ni tienen esas casas de catálogo. Guapos, cachas, duros y ricos, los policías de Miami parecen de verdad porque Mann nos lo cuenta como si fuera verdad. Ahí está su gran mérito.

El precedente más directo de la película no es la serie de televisión, aunque sí procede de los ochenta. Corrupción en Miami es una puesta al día de Arma letal, la catedrática buddy movie de Richard Donner. Colin Farrell es más macarra que Don Johnson porque no interpreta a Sony Crocket, sino a Righs. Y Jamie Foxx no es Ricardo Tubbs, porque ni tiene el pelo a lo Zubizarreta acabado de despertar, ni es un simple comparsa del guaperas blanco. Es Murtaugh, con su mujer y su vida estable, en el límite, buscando el riesgo, pero estable al fin y al cabo. El negro y el loco, según el guión de Shane Black. Incluso el tono del film, triste, oscuro, pesimista, es más parecido a la peli de Gibson y Glover, que a la chiclosa luminosidad de Miami.

Michael Mann distancia la película de su semilla, para llevarla al terreno que ha ido abonando en los últimos años. Convierte Corrupción en Miami en un western polvoriento rodado como un capítulo de Cops. Y lo hace a la perfección. Dota al metraje de un ritmo pausado pero ininterrumpido, bien dosificado, con escasísimas escenas de acción pero magistrales todas y cada una de ellas. Da realismo a una fantasía que no lo tiene. Los tiros no suenan igual en esta película que en cualquier otra de acción. Los atronadores disparos de las scharwszymovies se convierten en golpes secos, las detonaciones producen efectos según el arma, y nos encontramos con un abanico de heridas de lo más variopinto. Vemos brazos arrancados de cuajo con la mayor crueldad, piernas agujereadas, cabezas perforadas y torsos que podrían servir de canastas en un partido de baloncesto. Todo filmado con frialdad, sin implicarse emotivamente, en un estilo pseudocumental, que no nos hará identificarnos con sus personajes, pero sí nos impulsará a esquivar las balas desde la butaca.

Dos vaqueros que se infiltran en una red de narcotráfico para desmantelar las mafias que se lucran y campan a sus anchas por Miami (la frontera), para enamorarse el llanero solitario de quien no debe, y luchar contra el capo que domina el percal. Los caballos son los de Ferrari, el saloon son las discotecas de moda controladas por rencorosos delincuentes, dispuestos a echarles el guante por celos, siempre celos. Las puestas de sol tras las lanchas, el ensordecedor ruido de las cataratas donde se refugia el malvado Arcángel de Jesús, las tormentas siempre de fondo, como vaticinando la batalla, una guerra que se convierte en personal. Todo es grande en Miami vice, pero todo es íntimo a la vez. Mann auna la poesía visual de cada espacio que recorre (desde la selva brasileña a las barracas de los neonazis, de los rascacielos de Miami al poblacho sudamericano) con la exploración de los sentimientos de los personajes, de sus miedos y dudas. Sin embargo no nos ofrece muchas más explicaciones que un par de diálogos (estupendo el “se sacan las pistolas, se muestran las placas, se detiene a los malos; es nuestro trabajo” de Foxx) y dos escenas de sexo (ambas iniciadas en la ducha) para describirles. No necesitamos más. No queremos saber si Crockett tiene un trauma de su infancia. Los villanos no van presumiendo de maldad con interminables discursos: la lágrima contenida del personaje de José Yero (¡qué rabia da ese cabrón!) ante la pista de baile es más que suficiente para conocer sus motivos.

Los actores cumplen su cometido en un simple correcto. No les van a dar un Oscar: Foxx ya lo tiene y Farrell lo trituraría y lo cortaría con la farla antes de seis horas para meterse unas rayitas doradas. Luis Tosar se limita a salir tres veces y poner cara de hijodeputachungo pero con clase, lo cual ya es mucho. Destacar la actuación de Gong Li, la única que consigue darle cierta profundidad a su interpretación. La verdadera protagonista, en todo caso, es la luz.

Corrupción en Miami es un festival de luz. La hay de todo tipo, y siempre es bella. La fotografía nocturna, altamente granulada, despierta contrastes entre los faros de los coches, las sombras de los escondrijos, las ventanas de los edificios y el fogueo de los disparos. Mann mueve la cámara con elegancia durante la noche, y sabe usar los recursos adecuados en el momento pertinente. Ahí está el tiroteo final, cámara al hombro, ya directo a la antología de escenas adrenalíticas donde están el inicio de Salvar al soldado Ryan o la huída de Cyberdine en Terminator 2. La luz del crespúculo, tan del oeste, está en esos cielos al borde de la tormenta, siempre enfocados en contrapicado, desde las rodillas de los personajes., siempre a punto de caer sobre sus cabezas. La luz del día, escasa en el metraje, pero diáfana, reflejada en el mar, siempre en momentos de esperanza o de otra oportunidad. Todo ello hace de Corrupción en miami un film en ocasiones hipnótico, como la escena de las lanchas bajo el puente azul eléctrico.

Que tiene defectos, sí, pero mínimos. La caída en el ritmo de la parte central, la estancia en La Havana que se centra en Crockett e Isabella, es quizás el más notable. O cierto sentimentalismo de cartón piedra, que desentona en algunos pasajes. Pero sin duda son mínimos en comparación con los numerosos aciertos de esta obra, mayúscula, de un autor.

Cine de acción, sí, pero con la consistencia de Walter Hill y la efectividad de Cameron. Con el desengaño de Eastwood y los recursos de Bay. Todo lo que esperas de Mann, sin cocodrilos, ni flamengos, ni un protagonista en náuticas sin calcetines.



Monday, September 04, 2006

Alatriste (2006)

Alatriste, de Agustín Díaz Yáñez.

Vaya por delante que de la saga Alatriste solo leí completo el primer volumen, dejando inacabados un par más, por la sencilla razón que eran un auténtico coñazo. Alabo la capacidad de Arturo Pérez-Reverte para introducirnos en la España del Siglo XVII, lo que le recrimino (si soy yo alguien para recriminar algo) son los pocos ánimos para que nos quedemos en ella.

Así, el Alatriste de Agustín Díaz Yáñez es una excelente adaptación de las novelas del cartaginés: nos trasladan directamente a esa época, pero nos envuelven en el sopor.

Iba al cine con ganas, algo bastante iluso por mi parte, porque creía en el film. Creía que por fin que en este país de cine de cabra y organillo se iba a rodar como los grandes, con un presupuesto holgado, con una ambientación impresionante, y con una historia que te atrapara. En cualquier otro campo, un dos de tres sería un buen balance. Pero esto es cine, amigos, y si el tercero en discordia es la historia, apaga y vámonos.

Y es que Alatriste lo tiene todo para triunfar, pero se queda a medio camino. Es como la selección española de futbol, la eterna promesa, que acaba recurriendo a los raúles de siempre para caer antes de cuartos.

El caso es que esta es la enésima versión de una novela de Pérez Reverte al cine, y el enésimo fiasco consecutivo. Quizá algo superior a las anteriores, un objetivo no muy difícil si contemplamos que La tabla de Flandes era como para cortarse las venas en una bañera llena de sal (ese gitano rubio y surfero, ese multimillonario que vivía en la Pedrera de BCN...) y La novena puerta (adaptación de El club Dumas, quizá la mejor novela del escritor hasta el momento) ni parecía de Polanski, ni tenía chicha alguna. La película freelance que fue Territorio Comanche (tanto como el libro en la bibliografía de Arturo) era de las pocas que aguantaban el tiro (permitidme el chiste macabro).

¿Qué es lo que falla pues en Alatriste? Pues que Díaz Yáñez, el supuesto enfant terrible venido a menos del cine español, ha caído en los errores de la vieja guardia: querer darle demasiada enjundia psicológica a una historia que, ni la tiene ni la necesita. Y su pretensión ha sido ejecutada mediante un ritmo decayente y torpe, que avanza a trancas y barrancas.

Quien mucho abarca poco aprieta, y si se hubiera llevado a la pantalla una o a lo sumo dos novelas del capitán, el resultado hubiera sido bastante mejor. Hay tantas historias, tantos personajes, y todos quieren tener tanta entidad, que la película acaba por convertirse en un puzzle aburrido, con muchos altibajos y derroteros incomprensibles, con parones y lagunas de bostezo y almohada. Los tijeretazos, que se nota los ha habido, han sido hechos en momentos equivocados del film. ¡Y eso que el resultado final ha sido de dos horitas y media! No le hubieran ido mal en fragmentos de la historia absolutamente prescindibles, sobretodo por parte de la historia de Angelica (que contiene las escenas menos explicadas de la historia reciente del cine español, como el cuchillazo en la pantorrilla de Iñigo), aunque seguramente se debe a la incapacidad de Elena Anaya y Unax Ugalde por hacer creíbles sus personajes. Su dominio del tempo es penoso, las réplicas son postizas, sin dinamismo, envueltas en un halo de dramatismo falso propio de culebrón juvenil, pero entre candelas y terciopelos. Ariadna Gil se suma a la Comitiva Por El Bostezo en Alatriste, con el mismo personaje que interpreta siempre, aquel que sabes que solo sirve para cabalgar en la cama del protagonista y originar un conflictivo e imposible trío amoroso. Ella no lo hace mal, pero es algo que la hemos visto hacer demasiadas veces. Historias que ocupan tan poco espacio y quedan tan diluidas como la de la ¿pareja? de Malatesta (lástima de la buena actuación de Pilar López de Ayala), o la aparición espóradica casi como cameo de ciertos personajes (el Espínola del impresionante Francesc Orella), lastran la película, y la convierten, si bien no en otra Juana la loca o Carmen, sí en un proyecto fallido.

Y es una pena, porque creo que este es el buen camino. Una producción tan soporífera como esta, con tan buenos ingredientes, quizá hubiera mejorado con otro cocinero.

No es de recibo derrochar tanto en ambientación, en credibilidad de las escenas, en una inmersión total en la atmósfera del film, para no dar el puntazo final. Eso es algo de lo que Pérez Reverte suele adolecer: qué bien escribe, pero qué poco interesan algunas historias (y las de Alatriste, menos aún).

Y es que El Capitán Alatriste es el reflejo de los personajes de Arturo en un pasado a lomos de la gloria y la decadencia. Una traslación que algunas filmografías vecinas han sabido llevar a cabo, o lo han intentado (en Francia con más o menos acierto, en Alemania fatal lo mires como lo mires), y que cuanto menos es encomiable.

El personaje de Alatriste, desencantado, anacrónico en su época, fiel a su manera y hombre de palabra, es el hombre que Arturo Pérez Reverte querría ser. El personaje que ha inventado y que protagoniza una y otra vez todas sus novelas (aunque con nombres diferentes) y con cuya piel se viste cada vez que se disfraza de reportero de guerra que yo lo he visto todo y la gente es muy mala.


El físico de Viggo Mortensen es perfecto para el papel. Te crees que es Alatriste, como hizo creíble a Arargorn. Y a pesar de su medianía como actor (su interpretación no es para echar cohetes, pero tampoco es Ben Affleck), lleva el peso de la película con dignidad (cuando la peli no quiere convertirse en un relato coral y naufraga estrepitósamente). Una pega hay que achacarle, y es que aunque se le agradece el esfuerzo por hablar castellano (que si se crió en Argentina y bla bla bla), no lo habla bien. Y ya no es que no vocalice como el noventa por ciento de los actores españoles, es que parece que hable del revés, como un disco satánico, como el Peter Cushing de Top Secret. Y eso molesta. Y se nota. Y canta como el pie de Fernando Romay en Mira quién baila.

A su alrededor, hay que alabar la labor de cásting. Juan Echanove está perfecto como Quevedo (lástima que el espectador medio no sepa de qué le están hablando cuando se refieren, tangencialmente, a sus aventuras y desventuras en Madrid, ni ellos se molesten en explicarlo), Javier Cámara borda el papel de Conde Duque de Olivares (y demuestra que es uno de los mejores actores del panorama cinematográfico actual). Sin embargo, ¿qué pinta Blanca Portillo como el Inquisidor Bocanegra? Su presencia distrae del personaje, que, por otro lado se pasea como un fantasma por la trama. O el rival de Alatriste, el tal Malatesta, desdibujado y rebajado con agua, como un vulgar vinacho de tasca universitaria, a la categoria de yo pasaba por aquí a hacer de malo. Destaco la aparición de dos actorazos como Eduard Fernández y Francesc Garrido, en dos composiciones redondas, aunque secundarias (en un film donde todo es secundario).

Las luchas, coreografiadas con hiperrealismo, destacan por su calidad y su escasez en todo el metraje. Uno se pasa toda la película esperando la próxima pelea, el siguiente duelo, a ver si se anima. Porque la sensación es esa: a ver cuando arranca. Y nunca lo hace.

Qué pena, en fin, que la primera escena sea la buena. Que esa niebla, esa oscuridad del campo de batalla y del alma (Flandes es el infierno, afirma Alatriste), con el prodigio de detalles como la mecha en la muñeca, o los planos cenitales sobre los soldados enemigos, se pierdan en una amalgama de historias confusas, como si todos los personajes lucharan su propia batalla, en detrimento de la película, montada de forma asíncopada, para terminar en cinco o seis finales, a cual más aburrido y carente de emoción. La batalla final, pretendídamente épica, parece un postizo, un alargarlo más que aún puedo animar el cotarro, y se hace risiblemente interminable.

Este es el camino para el cine español, sí, pero me temo que aún tendremos que dar vueltas y vueltas y dejar de perdernos por el bosque de la pretenciosidad para llegar a buen puerto.